Disfruto del dudoso privilegio de tener mi propio corresponsal en China: desde hace un par de años mi hija vive en Hangzhou, la ciudad “más elegante y suntuosa” del mundo antiguo, en opinión de Marco Polo.
Hoy en día es una modernísima urbe de 9 468 000 habitantes, y no está en cuarentena, aunque las personas deben permanecer en sus hogares.
Cuando recibimos noticias e imágenes respecto al nuevo coronavirus, lo primero que debemos entender es que reflejan el esfuerzo por contener la expansión de una forma de neumonía altamente contagiosa. En las populosas localidades chinas es muy fácil que se propague cualquier cosa con rapidez. Aun cuando el porcentaje de afectados sea mínimo, en un universo tan amplio esa ínfima porción se traduce en muchas personas. Así pues, las ciudades fantasmas que contemplamos no son lugares arrasados por una enfermedad: son la evidencia de una política de prevención masiva, inmediata y que los ciudadanos han acatado en bloque.
Cabe destacar la capacidad de respuesta de las autoridades, más admirable aun por el momento en que ha sobrevenido la crisis: el año nuevo lunar, que ocasiona unos tres mil millones de desplazamientos dentro de China. Este flujo de personas incrementaba el riesgo de que los portadores asintomáticos hubieran diseminado el virus por todo el país. Por añadidura, la festividad va asociada a las vacaciones colectivas de muchos funcionarios públicos. Sin embargo, reaccionaron con increíble rapidez. Un gesto tan simple como tomar la temperatura a cada viajero en todas las estaciones de autobuses y trenes del país, por ejemplo, supone distribuir con celeridad termómetros y mascarillas para los numerosísimos encargados de hacerlo. Y fueron capaces de hacerlo. Una viñeta publicada en Escocia ponderaba cómo han puesto en funcionamiento un hospital especializado en seis días, mientras que en Edimburgo hay un centro para niños que lleva cinco años en construcción.
Es oportuno poner en luz los vestigios de xenofobia y eurocentrismo que prevalecen en la lectura de la situación: denuncian un creciente rechazo hacia los chinos, independientemente de que hayan estado expuestos o no al virus. Parece que fueran ellos, en su identidad racial, los causantes del problema, cuando en realidad han sido las primeras víctimas del proceso.
La epidemia se desprendió de un mercado en Wuhan en el que se venden, a veces de manera ilegal, especímenes de animales salvajes. Se ha demonizado a los chinos por consumir estos productos, porque los occidentales no lo hacemos. ¿No sería una situación análoga a la de las vacas locas en los noventa? ¿No estamos expuestos a contraer diversos males al ingerir algo tan inocente como una lechuga, por ejemplo? Tampoco el problema de la higiene va a asociado a un grupo humano específico.
Puedo dar fe de la generosidad y la delicadeza del pueblo chino, así como de su profunda unión y su capacidad de cuidarse unos a otros. Azotados una vez más por la tragedia, aguardan confinados en sus hogares, tan asustados como estaría cualquiera de nosotros, sintiendo cómo la amenaza se cierne con mayor proximidad sobre ellos. Vidas en suspenso, incertidumbre. La cápsula espacial o el submarino. Nos referimos en chiste al “síndrome de la cabaña”, tras haber descubierto su existencia en la película El resplandor, y se asocia a La caza del carnero salvaje de Murakami o a la Frozen de Disney. Pero apenas podemos imaginar cuán duro es el aislamiento.
Confiemos en que todo pase, lo más rápido posible, Mientras tanto, solo podemos corear, como lo hicieron sus pobladores en las ventanas para darse aliento unos a otros: Wuhan jiayou; ¡ánimo Wuhan!
Linda D´ambrosio
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