jueves, 21 de enero de 2016

JERÓNIMO PIMENTEL, LOS FALSOS LIBERALES, CASO PERU

En vista de que todos los aspirantes a la presidencia con más de 2 % de intención de voto pueden encajar en el laxo concepto de derecha, y dado que todos ellos también —excepto César Acuña, que es más bien un tardío exponente del clientelismo populista— tienen alguna relación con el liberalismo, es posible preguntarse cuál es la relación exacta con dicha doctrina: de disfraz (la coartada pragmática), de convicción (pero no hay partido liberal en el Perú) o de pura conveniencia.

     Algunas polémicas alrededor de la libertad individual y el bien común pueden ayudar a situarlos en el espectro. En algunos casos pareciera que ambos valores tienen carácter de suma cero: tanto la unión civil, como la reforma del sistema privado de pensiones, el canon minero o el consumo legal de drogas, por citar cuatro ejemplos, requieren una posición respecto a cuánta capacidad de maniobra están dispuestos a tolerar en el ciudadano respecto a decisiones que afectan su vida y, solo eventualmente, la de los demás.
     Descartemos lo más sencillo primero: la unión civil. Aquí la elección personal no tiene ninguna repercusión negativa en la sociedad, por lo que en un Estado laico no debería estar ni siquiera en discusión. No se puede alegar daño moral en tanto el laicismo consiste básicamente en prescindir de regentes éticos extrarrepublicanos. Convengamos en que es solo un atavismo religioso que, tarde o temprano, desaparecerá. En este rubro, la inclusión de Bruce se vuelve una declaración de principios para PPK y, en cambio, el pepecismo se convierte en una rémora histórica.
     El libre consumo de drogas y el sistema privado de pensiones son asuntos más complejos. En ambos casos se puede argüir que la decisión individual posee consecuencias colectivas que deberá asumir el Estado: la adicción y el desamparo. Pero también es cierto que hay drogas legales, como el alcohol y el tabaco1, que rigen su dinámica a través del libre mercado y cuyas posibles consecuencias, en términos de salud pública, se asumen a través de impuestos (al menos en teoría). Se entiende, por ello, que además de estar gravadas por IGV, posean un escandaloso impuesto selectivo al consumo. Si el Estado tolera algunos estupefacientes a costa de castigarlos con tributación, debería ser consistente y explicar cuál es el criterio de descarte. O prohibirlos todos. Cualquier otra medida parece un capricho sectorial y es definitivamente heterodoxa.
     En el caso del sistema de pensiones es evidente que el Estado peruano plantea una contradicción. Desde el autogolpe de 1992 se nos ha aleccionado en que el mercado es el mejor decidor de todo aquello que nos permite (sobre)vivir: precios de alimentos, intereses hipotecarios, etc. ¿Por qué, entonces, un ciudadano estaría obligado a realizar ahorros forzosos? Se argumenta que el Estado asume que no somos capaces de planificar nuestro retiro de la PEA. Es decir, nuestro presente se debe regir por la mano invisible, pero nuestro futuro debe estar protegido de nosotros mismos. Esta idea es inaceptable, pues atenta contra unos de los pilares del liberalismo: el derecho a fracasar. Lo cierto es que el sistema privado de pensiones es mercantilista, pues básicamente funciona como una prebenda del Estado a ciertos agentes del capital. No se puede ser liberal a veces sí y a veces no. En este punto, ni siquiera nos podemos apoyar en la idea del bien común para encontrar una salvaguarda: el 85 % de los peruanos no aporta a ningún sistema pensionario. Como es evidente, este no resuelve el abandono y, en cambio, oprime a sus pocos aportantes. Bastaría hacerlo opcional. O derribar su premisa: el mercado no debe regir nuestras vidas. Sería interesante escuchar posturas al respecto.
     El caso del canon minero es más truculento: el derecho a la propiedad individual está garantizado, pero la riqueza que pueda contener es ajena, es decir, nacional, es decir, de todos y de nadie. Si a esto se le suma el legado minifundista de Velasco, lo que resulta sorprendente no es que existan conflictos sociales, sino que sean tan pocos. En Texas se asegura la propiedad privada del subsuelo2 y en Alaska se reparten asignaciones gratuitas3; aquí, Alan García y Waldo Ríos, con distinto éxito, han hecho suyas esas iniciativas. ¿Debe la República liberalizarse o es posible encontrar caminos intermedios que concilien el bien común con el mandato constitucional y el derecho a la propiedad?
     Los liberales preguntan: ¿sabe el Estado mejor que yo qué es lo que a mí me conviene?
     Los estatistas preguntan: ¿puede la nación atomizarse en 30 millones de decisiones?
     ¿Será posible plantear un debate electoral en estos términos?
   
Jerónimo Pimentel

@jeropim]  

No hay comentarios:

Publicar un comentario