La
cobertura de las noticias en este Estados Unidos de hoy me recuerda el tema del
“periodismo militante”. Un término acuñado por García Márquez, nunca me pareció
afortunado. Con dicho concepto se describe una práctica periodística que en
parte informa pero sobre todo defiende una idea y proyecta una concepción del
mundo. Con lo cual, a la larga, es menos periodismo y más militancia
Y
no es que niegue aquí que la validez de una línea editorial definida, ni que
todo sujeto exprese precisamente la subjetividad que lo define como tal. Es
que, aun concediendo que no exista la completa objetividad, sí existe eso que
se llama honestidad intelectual, la capacidad de cambiar nuestra manera de
pensar en base a información nueva, a partir de hechos que antes no conocíamos.
En
definitiva, la objetividad no es más que el deseo de conocer la verdad, tanto
como se pueda, y la voluntad de compartirla, tanto como se nos permita. Pues
cuando la realidad se fuerza, se tuerce o se parcializa para que encaje mejor
con nuestra manera de pensar, eso nos convierte en propagandistas. A decir
verdad, la honestidad intelectual nos obliga a corregir nuestra manera de
pensar cotidianamente, la absoluta coherencia es solo para exegetas. En argot
gramsciano, los intelectuales orgánicos son mas orgánicos que intelectuales.
Y
esta introducción porque Estados Unidos se encamina a 2020, año electoral, y
los shows periodísticos se reducen a pseudo debates a favor o en contra de
Trump. En ellos hasta los periodistas de un mismo medio son capaces de
polemizar en el aire sobre si corresponde o no invitar voces que representen a
Trump. Es un absurdo. Aún aceptando la tesis de la post verdad y las fake news,
si ello ocurre desde la oficina más poderosa del planeta se transforma en
realidad.
Por
consiguiente, debe cubrirse. El punto incluye a América Latina, en el desenlace
de la crisis política, económica, humanitaria y de seguridad jamás vista en el
continente: Venezuela. Ergo, esta crisis también se va transformando en una
oportunidad para apoyar o criticar a Trump. A través de ella sus oponentes
miran a noviembre de 2020, convirtiendo así el sufrimiento de los venezolanos
en nada más que un ítem de la disputa partidaria.
Ocurre
que los Demócratas tienen el inconveniente que Trump está en lo correcto en
relación a Venezuela. Algunas voces lo han reconocido, actuando con la
responsabilidad del caso. Nancy Pelosi, por ejemplo, líder de la Cámara de
Representantes y tercera en la línea de sucesión, ha reconocido a Juan Guaidó
como presidente legítimo, ello al igual que el Senador Menéndez. El Boston
Globe, periódico liberal por excelencia, ha reconocido en Trump “un liderazgo
encomiable”.
El
resto del espectro progresista, sin embargo, continúa con sus eufemismos. Sigue
sin poder llamar a Maduro “dictador”. Y sigue refiriéndose a Guaidó como
“autoproclamado”, exhibiendo ignorancia sobre el ordenamiento constitucional
venezolano y soslayando de manera flagrante que la mayoría de las democracias
lo hayan reconocido. Por algo será, pero ello no le importa demasiado a
Sanders, Ocasio-Cortez y otras figuras de este “nuevo socialismo americano”.
Postura
que peca de riesgosas indefiniciones, lo cual no es un tema menor. Es que son
incapaces de delinear qué tipo de sociedad imaginan, si su socialismo es una economía
centralmente planificada o incluye la propiedad privada, si se trata de un
régimen de partido único o de una democracia competitiva. Si persiguen la
expropiación de los medios de producción como en Cuba y Venezuela, o si solo se
trata de aumentar el gasto social y bajar el Gini como en Suecia, que es
capitalista y democrática.
Pelosi
y demás voces razonables tienen un soberano problema en su ruta a noviembre
2020: que los “socialistas” terminen regalándole el votante medio a Trump solo
por oponerse a él en todo. Venezuela es un señalador de la ambivalencia moral
que existe cuando la ideología se antepone a los principios, cuando la
violación de derechos se condena—o no—dependiendo de la posición política del
perpetrador.
Dicha
ambivalencia se ve en este supuesto progresismo, ilustrado asimismo por una
desafortunada nota del New York Times en la que se presenta una nueva teoría
sobre la violencia ocurrida en Cúcuta. La misma dice que el incendio de la
ayuda humanitaria no fue causado por el régimen sino por una molotov, arrojada
por un manifestante, y cuyo trapo previamente encendido se desprendió de la
botella y cayó sobre el camión.
Se
presenta un video a tal efecto. Difícilmente sería aprobado en una pericia
judicial, la evidencia dista de ser concluyente. Pero aunque así fuera, ¿es
ello un factor atenuante de los crímenes cometidos por los paramilitares de
Maduro? ¿Los exonera el hecho que un individuo haya arrojado una molotov para
defenderse de gases, perdigones con clavos y balas de grueso calibre? ¿Sirve
ello para absolver a Delcy Rodríguez, quien dijo que habíamos visto “solo un
pedacito” de lo que son capaces de hacer?
También
es de una ambivalencia moral inaceptable equiparar los crímenes de una
dictadura en control absoluto de los recursos coercitivos del Estado con la
violencia de civiles ejerciendo su legítimo derecho a la defensa, a la
resistencia a la tiranía. La analogía que se traza entre ambos, ya sea por
acción o por omisión, es parte de esta tragedia que prolonga la estadía de Maduro
en Miraflores. Sea intencional o por simple pereza intelectual, el paralelo
resulta en una abyecta complicidad.
Y
esa es la razón que explica que los venezolanos hayan puesto su esperanza en
Trump. Muchos de ellos tienen la certeza que si hubiera ganado Hillary Clinton,
Zapatero estaría todavía en Caracas con sus trucos. Y dudan mucho, por
supuesto, que la Presidenta Clinton hubiera reconocido a Juan Guaidó como
Presidente encargado.
Héctor
E. Schamis
@hectorschamis
No hay comentarios:
Publicar un comentario