La muerte del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo, arrestado a finales del mes de junio pasado por la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM), ocurrida a tan solo unos escasos días de la marcha de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos Michelle Bachelet y a menos de un año de la muerte del concejal opositor Fernando Albán, también estando detenido por otro cuerpo de seguridad, el SEBIN; vuelve a colocar al régimen de Nicolás Maduro en la palestra publica del oprobio, al ser acusado nuevamente de asesinato, tortura sistemática y violación de los derechos humanos de los detenidos por causas políticas.
Mientras que en el caso del concejal Fernando Alban el gobierno calificó de suicidio la causa de su fallecimiento, al lanzarse del décimo piso del Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) después de pedir permiso para ir al baño; en el del capitán Rafael Acosta se alega, por lo pronto, que sufrió un desmayo falleciendo posteriormente. Dado que se dieron cuenta que el desmayo no puede lógicamente ser la causa, sino más bien la consecuencia de algo; Maduro ordenó abrir una investigación que seguramente coincidirá en sus conclusiones con alguna enfermedad cardiaca o un padecimiento crónico del occiso, cualquiera.
Estas dos defunciones se suman a las de Rodolfo González, conocido como “El aviador”, en el 2015 y a la del también opositor Carlos Andrés García concejal de Guadualito, en el año 2017, en el Estado Apure. En relación con la primera se habló de suicidio por ahorcamiento y en la segunda de un ictus que habría acabado con su vida, aunque aquí la crítica es consecuente en que el ictus nunca fue atendido, se le negó la asistencia médica debida y por eso falleció. En ambos casos, al igual que en los dos anteriores de Acosta y Alban, hay una circunstancia común para todos como lo es que los cuatro se encontraban detenidos por los cuerpos de seguridad de Maduro y bajo la vigilancia y custodia del Estado, que debería velar por su integridad física, tal como lo establece la Constitución de Venezuela, en su Artículo 43, donde asegura que “El derecho a la vida es inviolable” y que el Estado “será responsable de la vida de las personas que se encuentren privadas de su libertad, prestando el servicio militar o civil, o sometidas a su autoridad en cualquier otra forma”.
A diferencia de los casos anteriores donde las circunstancias en medio de las cuales se produjo el deceso de los detenidos no podían ser del todo corroboradas a posteriori, ni contrastadas fácticamente con las versiones del gobierno sobre las causas oficiales de la muerte; en el caso del capitán Acosta ocurrió algo asombroso y es que el detenido llegó en silla de ruedas al tribunal donde sería impuesto de los cargos en su contra, aunque en este punto las versiones oficiales hasta ahora en los medios se contradicen; sitio aquel donde sufrió el sincope del que no se repondría. Es decir, que los abogados defensores, familiares, fiscales, el juez, los amanuenses del tribunal, funcionarios de custodia y cualquier otra persona en el sitio, pudieron ver como el detenido llegó en pésimas condiciones de salud, con signos de tortura en su rostro y sin poder caminar por sus propios medios, al recinto judicial del que saldría para un hospital ya prácticamente sin vida.
Si a todas estas circunstancias le agregamos que el capitán Acosta era un hombre de 49 años, por lo tanto aún joven, que no tenía problemas graves de salud y con apenas unos días de haber sido apresado por el DGCIM, el resultado es un cuadro que hace inexplicable, salvo haber sido víctima de un martirio y sufrimiento físico dantesco, como pudo llegar al tribunal el viernes 28 de junio, en aquel estado deplorable; pidiendo además socorro y auxilio entre los gritos de desesperación y dolor de quienes lo escuchaban.
Hasta ahora el oficialismo comandado por Nicolás Maduro ha manejado este tipo de “accidentes” siguiendo las instrucciones del manual del secretismo y el ocultamiento de la verdad que guía a todos los regímenes autocráticos sean de izquierda o de derecha. Pero además lo ha hecho con una buena dosis de cinismo, hasta el punto de utilizar esas estadísticas mortales de “suicidios” que arrojan sus trenas y mazmorras, como excusa para liberar a algún preso politico, tal como ocurrió con Lorent Saleh en octubre del 2018, a quien sacaron de su encierro para montarlo en un avión que lo desterraría a España, con el objeto de evitar que se quitase la vida. Una conducta peligrosa, la de Saleh, que ya se había asomado como un riesgo, en el cautiverio del líder opositor Leopoldo López.
Pero no se trataba de un gesto de magnanimidad del gobierno de Maduro, sino de un burdo intento por tapar la verdadera causa de la muerte de Fernando Alban, ocurrida el ocho de octubre de ese año, o sea, cuatro días antes y de este modo tratar de darle consistencia tanto a las inverosímiles explicaciones de las autoridades como a la tesis del suicidio, causa oficial de su muerte; en un intento por aplacar, de alguna manera, la oleada de protestas de la comunidad internacional.
A Juan Guaidó y a la oposición venezolana, le toca ahora un difícil camino por recorrer en estos seis meses que aún quedan, antes de que la Asamblea Nacional cambie su directiva. Pero un camino donde el dialogo conduzca a una negociación política, que no es lo mismo que un negocio, se hace éticamente imposible bajo cualquier punto de vista, por razones que si ya eran muy obvias antes; ahora, después de lo ocurrido con el capitán Rafael Acosta Arévalo, lo son todavía más. Continuarlo caminando como hasta ahora significaría venderle el alma al diablo y dejar un estigma imborrable en la conciencia de cada venezolano.
José Luis Méndez La Fuente
@xlmlf
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