Coincidimos, a estas alturas del drama nacional, en que la racionalidad y la nacionalidad andan extraviadas. Desde el particularmente doloroso problema educativo que genera el ausentismo laboral y la falta de maestros en las escuelas, hasta el llamado de algunos políticos a propiciar una coalición militar para salir de esto “ya” y “como sea”, para entrar a no se sabe dónde, a pocos parece importarle la dolorosa pérdida de la inteligencia, del aprendizaje, del lenguaje, de la cultura, del patriotismo y de la convivencia que es, al fin y al cabo, el modus vivendi de los seres libres y racionales.
¿Cómo recuperar la racionalidad extraviada? ¿Cómo propiciar ese entrar en razón para buscar soluciones a los problemas concretos y proyectar salidas realistas? No existe mayor estado de indefensión que el abandono de la racionalidad y del sentido de nación. Cuando se pierde la razón se pierde toda capacidad de construir, de producir, de solucionar. Se pierde la capacidad de dialogar, de respetar, de conocer y reconocerse como individuos habitantes de una misma polis.
Se puede hacer oposición al mal siempre desde lo razonable; de lo contrario, la persona se envilece. El mal busca sustraer la conducta humana de toda lógica y argumentación inteligible. Falla la conciencia y las personas van perdiendo la capacidad de conducirse según ciertos límites que impone el deseo de no hacer daño. Algo en el centro de operaciones interiores falla: se rompe. A ese núcleo o centro vital de la persona, donde convergen las intenciones, las motivaciones, el conocimiento, la conducta y la conciencia, es a lo que la sabiduría judeo-cristiana reconoce como el término corazón.
Pasiones esclavizadas
Debemos al filósofo contemporáneo Von Hildebrand la reivindicación de la afectividad y del corazón. Corrientes filosóficas excesivamente racionales, deterministas y epistemológicas, habían ignorado por siglos la dimensión afectiva del comportamiento humano. Y no sólo ellas: el núcleo afectivo de la personalidad fue desestimada tanto por Platón como por Aristóteles. Ambos afirman que los afectos deben excluirse tanto de la república como de la vida ética según los imperativos de la razón, no obstante ciertas concesiones perniciosas que ambos filósofos no pueden ocultarle a los afectos, como por ejemplo aquella idea de Aristóteles cuando sostiene que las personas buenas no sólo procuran el bien sino que se deleitan al hacerlo.
Von Hildebrand afirma que “la razón más contundente para el descrédito en que ha caído toda la esfera afectiva se encuentra en la caricatura de afectividad que se produce al separar una experiencia afectiva del objeto que la motiva y al que responde de modo significativo”. Los afectos se separan de su objeto cuando, por ejemplo, se centran en el propio yo. El complejo narcisista que encierra los afectos en su misma imperfección es, sin duda, uno de los mayores escollos y frustraciones afectivas de una personalidad enferma porque se ha divorciado de su entorno. En cambio, cuando el objeto se sitúa fuera de sí, cuando el bien deleitable se conjuga en un nosotros cada día más abierto y trascendente, la persona recupera su capacidad de conectar con toda la grandeza que se sitúa exactamente a un paso del sí mismo. Un “falso pathos” ostenta el fanfarrón que “posee verborrea, facilidad de expresión y predilección por lo ampuloso. Es una falta de autenticidad retórica. La fuente que alimenta este exhibicionismo retórico es el orgullo”.
Lo nuestro
No parece posible recuperar la racionalidad al margen de la reconciliación afectiva con nuestro entorno. Una afectividad presa en sus propias limitaciones es una afectividad crónicamente herida. Uno de los hallazgos más importantes que surgen del estudio de la personalidad afectuosa, consiste en la afirmación de que “los sentimientos constituyen uno de los principales modos de vinculación con el mundo”. Los afectos orientan el interés por conocer, por aceptar o rechazar ciertas realidades; nos atraen hacia lo verdadero y lo bueno; orientan el gusto hacia algo mayor que las propias fantasías, utopías o vanidades.
Un país que se desintegra debe movernos a compasión. Compadecerse significa padecer-con el que sufre. Deponer actitudes personales para dar paso al alivio y a la recuperación. Cuando todo parece perdido, siempre habrá alguien dispuesto a poner el corazón en aquello que ya no resulta tan atractivo, que es tan triste y tan amargo precisamente porque es tan nuestro.
Mercedes Malavé
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@mercedesmalave
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