El pueblo inglés se encuentra muy cerca de concretar uno de los mayores desaciertos de su larga, historia. El error comenzó cuando en 2016, David Cameron, para entonces primer ministro del Reino Unido y firme partidario de permanecer en la Unión Europea, convencido de que ganaría una consulta popular, convocó a los ciudadanos británicos para que se pronunciaran acerca de si el país debía continuar en la Unión o abandonarla. La excesiva confianza en su liderazgo lo llevó a cometer el pecado de la soberbia. Los líderes antieropeístas, incluidos los de su propio partido, el Conservador, se afincaron en los sectores rurales del electorado, provocando un resultado inesperado: el triunfo del Sí. Inglaterra, con la desidia del Partido Laborista, había resuelto salirse de la UE. Un acuerdo que pudo haberse adoptado en el Parlamento británico, representante de la soberanía popular, donde Cameron tenía ventaja, se trasladó a las urnas electorales, con el fin de consolidar el poder de Cameron. Craso error. El fallo le costó el cargo al Primer Ministro y abrió las compuertas para que descocados como Boris Johnson escalaran.
Theresa May, la sucesora de Cameron, trató de evitar que el desaguisado se convirtiera en catástrofe para la nación. Planteó un retiro ordenado y concertado con la UE. Fracasó en su intento. Los grupos extremistas se habían empoderado. Bloquearon la posibilidad de que tal acuerdo se produjera. Las proposiciones de la señora May les parecieron a los separatistas muy blandengues frente a la burocracia de Bruselas. Consideraron que no honraban la tradición imperial británica. Al igual que había ocurrido con Cameron, le infringieron una derrota, esta vez en el Parlamento. Su proposición de lograr un brexit concertado, no prosperó. En consecuencia, Theresa May tuvo que abandonar el número 11 de Downig Street, la residencia oficial del Primer Ministro. Le tocó el turno, entonces, a Boris Johnson, quien representa el retorno a las posturas más aislacionistas y, en el fondo, prepotentes defendidas por núcleos que se consideraban muy reducidos y sin fuerza dentro de la sociedad británica.
Ahora, Johnson plantea separarse de la Unión Europea, con o sin acuerdos, el próximo 31 de octubre, fecha que los negociadores ingleses más sensatos habían logrado fijar para que la decisión popular de 2016, hace más de tres años, no se instrumentara de forma apresurada.
Separarse de la UE sin que haya mediado un acuerdo concertado entre los países de la Unión y el Reino Unido, tendrá consecuencias muy graves para ambos campos, pero especialmente para Inglaterra. Ya han surgido serios cuestionamientos internos. Escocia no simpatiza con la idea de la ruptura. Se siente arrastrada a una dinámica que no le complace. El cálculo de Johnson se basa en fortalecer los acuerdos con los Estado Unidos. Cuando Trump no esté en la Casa Blanca, seguro que dentro de cinco años, el nuevo Presidente norteamericano podría decidir estrechar los vínculos con la UE para contrarrestar el inmenso poder que seguirá teniendo China en ese momento. Las economías de Alemania, Francia, España y el resto de los países del viejo continente, serán mucho más fuertes que la inglesa, cuya ventaja principal reside en los servicios financieros que suministra. La City of London, donde se concentra la mayor cantidad de entidades financieras del Reino Unido, y responsable del manejo de buena parte de las finanzas mundiales, se resentirá. Inglaterra tendrá que olvidarse de las tasas de crecimiento obtenidas desde que se formó la UE.
El costoso desbarro de los ingleses me ha recordado un libro extraordinario que leí hace algunos años: La marcha de la locura. La sinrazón desde Troya hasta Vietnam, escrito por la historiadora estadounidense Barbara Tuchman. En este texto imprescindible, Tuchman examina varios hechos históricos que significaron grades y costosos fracasos. La característica fundamental que los une reside en que fueron previsibles y evitables. Uno de los episodios que analiza es cómo los ingleses perdieron a los Estados Unidos. Allí explora de manera minuciosa los yerros cometidos por unos líderes arrogantes, quienes jamás comprendieron la inmensa obra que Inglaterra había forjado cuando impulsaron el crecimiento de esa poderosa nación.
Con Boris Johnson, un primer ministro por el que nadie votó, de nuevo aparece el delirio. Por fortuna, la coalición de partidos que se formó dentro del Parlamento, incluidos los 21 diputados del Partido Conservador sumados a la moción mayoritaria, entre los cuales se encuentra un nieto de Churchill, logró detener la insensatez de impedir que se discutiera durante los próximos días el proyecto de ley que regularice el abandono de la Unión Europea. Johnson quiso actuar como un autócrata. La democracia se lo impidió.
PS: Fernando Mires escribió en su revista digital Polis: Política y Cultura un artículo, La mala solidaridad, en el que comenta en tono crítico un trabajo de mi autoría, Política sin partidos, publicado por mí en ese mismo prestigioso espacio. Valoro y agradezco en alto grado su gesto. Luego escribiré algunas líneas sobre el tema. Necesito madurar más mis ideas.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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