Uno de los encantos que entrañan las festividades navideñas es proveer una excusa para socializar. Todo el que puede desplazarse para pasar unos días con la familia, lo hace de preferencia en esas fechas. Sucumbimos a los encantos de la idealización de un pasado que quisiéramos revivir una y otra vez tal como lo atesoramos en nuestra memoria, y reservamos para la temporada una serie de rituales gastronómicos, afectivos y musicales. Sin embargo, en estas expectativas encontramos, precisamente, el germen de muchos desencantos que explican por qué, por ejemplo, aumenta significativamente el número de divorcios al comenzar el año.
Y es que la interacción de unos con otros conlleva luces y sombras. No todos tenemos las mismas expectativas, ni concebimos las cosas de la misma manera. “Quien evita la ocasión, evita el peligro”, reza un dicho español, aplicable certeramente en este caso: cuantas más oportunidades hay de interactuar con alguien, más probabilidades hay de que surja una desavenencia.
Hay unas notas de prudencia mínima que vale la penar observar en estas y en todas las temporadas del año. Escuchando las quejas a mi alrededor constato cómo casi siempre son los mismos puntos los que ocasionan que salte la chispa.
A veces se da una especie de pulso, una guerra de poder entre dos voluntades, ninguna de las cuales quiere ceder ante la otra. Deberíamos prestar más atención a los temas que ya sabemos que son causa de conflicto. Si nos están comunicando expresamente que cierta conducta genera malestar o temor, y persistimos en ella, resulta natural que la otra persona se sienta, cuando menos, ignorada. Tomar en cuenta los sentimientos del otro no es “perder”, entregar el poder o las riendas de la relación a la otra persona: es tomarlas, en el sentido de evitar un malentendido, de facilitar que las cosas fluyan. No se trata de doblegarse: se trata de un acto de consideración y de cariño.
Pulso es, también, la evidencia de que hay vida, del rítmico vaivén de la vida fluyendo por sus cauces… Hay que comunicarse.
Otra causa habitual de desavenencia es la hora. Tan descortés resulta acudir a un encuentro con retraso, como llegar anticipadamente. El anfitrión distribuye su tiempo en función de la hora convenida, y alguien que llega antes de lo previsto puede representar un verdadero obstáculo para llevar a buen término los planes.
Expresiones como “el que da a tiempo, da dos veces” o “más vale llegar a tiempo que ser invitado”, reflejan la importancia del momento en que se hacen las cosas. Al igual que ciertos padres fracasan tratando de compensar su ausencia surtiéndole a los niños una serie de caprichos, no es efectivo intentar suplir la propia inasistencia con ciertos gestos a destiempo. A veces es imposible acudir físicamente a un lugar. Es frecuente cuando las celebraciones tienen lugar en casa de la familia de uno de los cónyuges y los parientes del otro se reúnen por su cuenta. De nada vale llamar al día siguiente, o con dos horas de anticipación. Lo único capaz de llenar el vacío que se produce, por ejemplo, durante la cena de Nochebuena, es hacerse presente a través de la distancia. Una llamada o un mensaje en el momento oportuno prueban que, aunque no podamos estar físicamente, tenemos en mente al otro a pesar de la distancia. Todo lo demás suena a cumplido.
En realidad, la etiqueta no es más que un conjunto de normas que sistematizan lo que es la más elemental consideración hacia los sentimientos del otro, y ello repercute a su vez, como un reflejo, en nuestro propio bienestar, evitándonos una serie de dolores de cabeza.
Linda D´ambrosio
linda.dambrosiom@gmail.com
@ldambrosiom
@ElUniversal
No hay comentarios:
Publicar un comentario