La ruta de esta regresión al corazón de nuestras
tinieblas no puede estar más clara y demuestra perfecta sincronización,
preparación y decisión de hacer tierra arrasada con el único país de América
Latina que supo oponerse a Fidel Castro y vencerlo en los terrenos político,
militar y diplomático: la Venezuela liberal democrática del Pacto de Punto Fijo
y el liderazgo de Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez. Que en un momento de
extrema ceguera y abandono de sus instintos, se dejó vencer por la traición de
sus ejércitos, la estupidez de sus élites y la mezquindad de su clase política,
llevando a cabo el más absurdo y estúpido proceso de auto mutilación de la
historia moderna de América Latina. ¿Existe algún otro país en el mundo civilizado
de hoy que haya sido privado de luz durante más de cien horas y de agua durante
semanas? ¿Sin alimentos ni medicinas?
La primera estación de este vía crucis la sufrimos con
el llamado Caracazo, el 27 de febrero de 1989. Cuando recién instalado el gobierno
de Carlos Andrés Pérez y a la menor circunstancia propicia, los partidos
marxistas del patio – el MAS, el MIR, la CausaR, la Liga Socialista, el Partido
Comunista, y los remanentes de las guerrillas que incubaban las futuras fuerzas
del chavismo – se hicieron a la promoción, dirección y coordinación del saqueo
del comercio minorista, sobre todo en los barrios populares de Caracas. Una
situación que dejada a su suerte alcanzaría dimensiones catastróficas,
obligando a la intervención de las fuerzas armadas ante el desborde de las
fuerzas policiales. Con un lamentable saldo de muerte y destrucción. Fue el
ensayo general de la insurrección, siempre postergada por la decisión del
golpismo militar de excluir a las fuerzas civiles de toda participación en el golpe
de Estado, ya suficientemente avanzado.
No fue casual que tuviera lugar a pocos días de la
visita de Fidel Castro. Y cuando la conspiración golpista ya había trazado su
hoja de ruta para el asalto al poder, indistintamente de quien ocupara la
presidencia. La fijación inveterada del militarismo venezolano, intentado año
tras año desde la caída de Marcos Pérez Jiménez. Como lo contaría el propio
Hugo Chávez y lo relatara su cronista y portavoz oficioso Alberto Garrido, se
trataba de implementar la política “del chinchorro”: cuando el poder se
encontrara en su momento más bajo se procedería a derrocar mediante un golpe de
Estado militar a quien ocupara por entonces la Presidencia de la República.
Quisieron los hados que fuera el caudillo andino Carlos Andrés Pérez Rodríguez,
y que el golpe tuviera lugar no en el momento más bajo del chinchorro, sino
cuando sus éxitos macroeconómicos se hallaban en el cenit y el país se
aprontaba a dar un salto cualitativo de proporciones históricas. Que hoy nos
tendría a la cabeza de América Latina. Así lo reconoció la élite económica
mundial en Davos a horas del golpe de Estado. Fue una auténtica puñalada por la
espalda.
No se equivocó el golpismo, ya profundamente
infiltrado y enquistado en todos los intersticios de la sociedad política,
cultural y mediática venezolana. Desde el 4 de febrero en adelante, el golpismo
se convirtió en el deporte preferido de una Venezuela frívola, irresponsable e
inconsciente. El alevoso respaldo indirecto de Rafael Caldera “a los jóvenes insurrectos”
abrió las puertas a la notabilidad que le dio carta de ciudadanía al asalto
armado al poder político. Esperar el golpe se convirtió en diversión folklórica
del país nacional. El Caracazo abrió las puertas a la quiebra de la estabilidad
política, precipitó la fractura del orden interno de las fuerzas armadas,
enfrentó a distintos sectores de la clase política y rompió el tabú de la
supuesta fortaleza del sistema democrático venezolano.
Lo demás fue coser y cantar. Mientras el
establecimiento corría desesperado detrás de quien pudiera representarlo –
desde una reina de belleza hasta el capataz del partido mayor – y la cultura
caía seducida por la carne en vara, las banderitas tricolor, el joropo y los
amaneceres llaneros, el golpismo cívico militar se aprontaba a asaltar
Miraflores, suficientemente aupado por los principales medios del país. Carlos
Andrés Pérez fue sacrificado luego en una orgía de barbarie jurídico política,
el mismo Caldera se prestó a servir de plataforma y puente entre el golpismo
militar y las esferas del Poder público y Chávez pudo remontar las encuestas en
algunos meses, de un insignificante 2% en enero a un impresionante 56% en
noviembre. El resultado: un auténtico asalto electoral. A mano armada.
Sirviéndose de un sistema electoral que reconoció con hidalguía su victoria,
pero que, ya en manos del golpismo, no permitiría nunca jamás un triunfo
opositor. La democracia había muerto, así muy pocos se enteráran del suceso. Un
muerto sin dolientes. Una avalancha de caos, ruina y destrucción se desataba
empaquetado en la seducción patriotera y fascista que terminaría entregando el
petróleo y la soberanía a la tiranía castro comunista cubana. Sin recibir ni
disparar un solo tiro. Para hacer trizas una cultura trabajosamente construida.
Han pasado veinte años. La alianza de la corrupta
brutalidad militar, la felonía intelectual y la ignorancia de las masas han
devastado a la nación. Venezuela yace en ruinas. Y ya al final del camino,
cuando asaltantes e invasores no cuentan sino con el apoyo de la fusilería,
quisieran dar un zarpazo final mediante un venezolanazo: negarnos la
electricidad, el gas, el agua. Los alimentos y las medicinas. Y convertir
finalmente a Venezuela en un campo de concentración como Dachau, Auschwitz o
Treblinka. Aniquilarnos. Solos, no podemos. Esperamos el auxilio de las fuerzas
armadas de los Estados Unidos. O pereceremos.
Antonio Sánchez García
@sangarccs
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