A
Luis Almagro...
La naturaleza supranacional, territorial e incluso global de la
libertad como conquista fundadora de la nacionalidad fue posiblemente el máximo
valor espiritual, político y militar de la hazaña libertadora de Simón Bolívar
y la fundación de la República liberal democrática venezolana. No fue tan solo
un gesto de magna liberalidad y generosidad política el que llevó a proyectar
continentalmente la lucha por la liberación e independencia de la América
Española: fue una necesidad - dicho hegelianamente - “de la cosa misma”. Como
lo expresaría maravillosamente el poeta cubano José Martí, para quien la hazaña
libertadora era como una creación literaria: “verso: o nos condenan juntos, o
nos salvamos los dos.”
No
fue ni un capricho ni una veleidad producto de sus ambiciones personales:
Bolívar tuvo perfecta conciencia de que el proceso liberador en el que se
empeñó a partir del 19 de abril de 1810 debía abarcar a la totalidad de los
territorios sometidos por la corona española desde su descubrimiento y
conquista o nada ni nadie lograría estabilizar y entronizar el logro de la
libertad nacional obtenida con tanta sangre, sudor y lágrimas en dos
interminables décadas de combates, batallas y enfrentamientos en algunos de los
territorios en pugna. Que le costaran a Venezuela al cabo de las guerras
independentistas prácticamente la mitad de su población. El fin no fue jamás
liberar una nación: fue liberar a un continente. Y no satisfacerse con el
desalojo de las fuerzas políticas, administrativas y militares de un territorio
en particular, sino del continente entero.
Ello
explica las decenas de miles de kilómetros que cabalgó Bolívar incansablemente
desde que se hizo a liberar naciones, la cantidad de enfrentamientos, luchas y
combates en los que participó en vida – más, muchísimas más que Alejandro Magno
y Napoleón, las cumbres de los esfuerzos humanos por obtener la libertad de los
pueblos y sus hombres – y su empeño por combatir a las tropas españolas en
ríos, valles, pueblos, ciudades, desiertos y montañas. Cuando exhaló su último
suspiro sabía que esa misión, vencer al invasor, tarea en la que logró
involucrar a todo un continente con la insólita y ominosa excepción del pueblo
cubano y sus élites dirigentes, que entre la libertad y la sumisión optaron en
esos momentos cumbres de la historia de América Latina, por humillarse ante el
invasor, servirle con obsecuencia y tratar de obtener algunas migajas de
riqueza, títulos nobiliarios, granjerías y canonjías sustentadas en la traición
y la mezquindad. Cuba fue entonces, y jamás dejaría de serlo, un factor de discordia
y ruptura en un continente que ansiaba la Libertad y la fraternidad
latinoamericanas.
Tampoco
requirió Bolívar de un mandato específico, de un decreto o una orden de un
organismo internacional para decidirse a tomar las armas y echarse a los
extensos e inmarcesibles territorios de las Américas con su indomeñable
voluntad libertadora. Deben saber las naciones liberadas por su indoblegable
voluntad que al hacerlo debió enfrentar hasta el momento de su muerte la
incomprensión e incluso el rechazo de sus propios compatriotas, algunos de los
cuales llegaron a amenazarlo con la muerte si osaba volver a su patria, e
incluso atentados de no pocos ciudadanos recién liberados por su brazo. Esas
luchas y ese batallar incontenible tras el ideal bolivariano de la libertad
fueron, en esencia, la causa de sus sufrimientos y sus dolores. A ellos dedicó
todos sus bienes de fortuna, en ellos sacrificó sus propios anhelos de
felicidad y no aceptó otra recompensa que el recibir el honroso designio de
Libertador.
Abruma
y va contra su más preciado legado que hayan sido ciudadanos venezolanos,
aliados con fuerzas represoras extranjeras, especialmente cubanas y/o
convertidas a las ideologías extranjeras de la nueva forma de esclavitud, el
socialismo, los que malversando su nombre y sirviéndose de sus aspiraciones
libertarias hayan iniciado el proceso de devastación de su magna obra: el
exterminio de Venezuela y su población. Y aún más aberrante es que dicha
traición haya sido materializada por ejércitos en armas, sostenidos por el
Estado forjado en la fragua bolivariana. Lo supo, lo temió y lo advirtió con
angustia a más de un año de distancia de su muerte: “Si algunas personas
interpretan mi modo de pensar y en él apoyan sus errores, me es bien sensible,
pero inevitable: con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y
muchos lo invocan como el texto de sus disparates…”
No
es, sin embargo, ningún disparate, que una sociedad responsable de la
liberación de cinco naciones, sin que mediara ninguna exigencia salvo el deber
de proteger y liberar a naciones hermanas de cultura y civilización, hoy
solicite con desesperación el auxilio internacional, incluso de sus fuerzas
armadas, para que intervengan y eviten la consumación del exterminio. Nos
asiste esa sagrada autoridad moral y nos avala haber sacrificado cientos de
miles de vidas y almas sin otra recompensa que el deber cumplido.
Si
esas mismas naciones liberadas ayer por nuestro pueblo hoy se niegan a
reconocer el compromiso político y moral que los une a la Venezuela que clama
por libertad, nos es bien sensible y doloroso. Ni aún encontrando ese
desagradecimiento, se nos sacará de la vía fundada por nuestro libertador:
liberados, seguiremos en la senda forjada hace dos siglos. Lucharemos por la
libertad de los pueblos aherrojados. Es nuestra vocación. Es nuestra
obligación. Es nuestro derecho. O no mereceremos la herencia que nos legara
Simón Bolívar.
Antonio
Sánchez García
@sangarccs
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