Carlos
Lage, en diciembre de 2005, dijo en Caracas que Cuba tenía dos presidentes:
Hugo Chávez y Fidel Castro. Había surgido “Cubazuela”. En ese momento Lage era
Vicepresidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros. Era el segundo
hombre en Cuba por designación de Fidel. El Comandante le habían ordenado que
soltara esa perla entre los venezolanos. La idea era, como siempre, de Fidel,
pero Chávez estaba de acuerdo. Lage obedeció.
Eso
significaba, también, que Venezuela tenía dos presidentes: Fidel Castro y Hugo
Chávez. Fidel era el primus inter pares. Eso era lo que le interesaba al
Comandante. Cogobernar Venezuela para seguir explotándola. Continuar enquistado
en el presupuesto de ese riquísimo país (incluso exportando parte del petróleo
que recibía), dado que no le quedaban dudas de la improductividad del sistema
en Cuba. Cuarenta años de fracasos continuados eran suficientes. Por aquellos
tiempos le confesó a un periodista norteamericano que “el modelo cubano no era
bueno ni para ellos [los cubanos]".
Por
otra parte, Fidel había moldeado a Chávez. Lo había desovado, y sus operadores
políticos lo convirtieron en presidente. Cuando lo recibió en Cuba, en
diciembre de 1994, Chávez era un golpista fracasado, con apenas un uno por
ciento de intención de votos, bajo la influencia de Norberto Ceresole, un peronista argentino, pasado por el desierto
de Libia de la mano de Gadafi. Era el momento de cobrarle la cuenta a Chávez.
Como
la musa política de D. Hugo era totalmente promiscua, Fidel la preñó con cuatro
consignas marxistas y despidió al fascistoide Ceresole sin contemplaciones. El
Comandante no era un teórico sino un estratega y un táctico que a los 18 años,
persuadido de que había sido dotado por la naturaleza con un perfil griego, se
había cambiado su segundo nombre, Hipólito, un griego de la mitología, y se
había puesto Alejandro, por Alejandro Magno, un griego de verdad, de la
historia real. Era su primer paso hacia
la conquista del planeta. Algo que resultaba imposible de hacer desde la pobre
Cuba, tan lejos de Marx y tan cerca de Estados Unidos, pero sí con la riqueza
enorme de Venezuela, especialmente con el barril de petróleo en torno a los
cien dólares.
Al canciller cubano de entonces, Felipe Pérez
Roque, le encomendó otra tarea: explicar para qué se aliaban Venezuela y Cuba.
Lo hizo en el teatro Teresa Carreño de Caracas. Fidel formuló el guión, leyó
cuidadosamente el discurso, y le hizo unas cuantas sugerencias. Ninguna cosa
importante se le escapaba a su temperamento minuciosamente manipulador. La
tarea que tenían por delante era gigantesca. Sustituir a la desaparecida y
traidora URSS en la defensa de los oprimidos del mundo. Luchar y derrotar al
vecino americano, enorme, poderoso y bobalicón.
Raúl
Castro no aparecía en la ecuación. Era el muchacho ordenado de hacer los
recados, pero sin grandeza. Fidel le fabricó la biografía. Lo arrastró al
ataque al cuartel Moncada, a la Sierra Maestra y al Ministerio de Defensa, pero
no lo respetaba. Lo tenía como a un tipo mediocre, incapaz de leerse un libro,
al que dejaría al frente de la armería como pago a toda una vida de admiración
y obediencia ciega, casi perruna, pero nada más.
A
Hugo Chávez tampoco lo quería. Realmente, no lo soportaba. Chávez sólo era una
pistola para asaltar el cielo. Le molestaba la ordinariez del venezolano. Su
“parejería”, como les llaman los cubanos a quienes osan ponerse “parejo” al
jefe. En una de las frecuentes llamadas de Chávez, Fidel le explicó que,
“lamentándolo mucho, tenía que entregarles las relaciones a sus dos hombre de
confianza, Lage y Pérez Roque, porque la revolución, por falta de tiempo, le
exigía el sacrificio de unos vínculos que apreciaba mucho”. Chávez, impermeable
a los rechazos, comenzó a molestar incesantemente a los otros dos personajes.
En
el 2009 Raúl Castro, ya atornillado en la poltrona presidencial, con la
anuencia fatigada de Fidel, desechó a Lage y a Pérez Roque, los convirtió en
no-personas, y salieron del juego acusados de ambiciosos y desleales. La
contrainteligencia les grabó una conversación en la que se burlaban y hacían
chistes del “Viejo”. Grave pecado. Con Júpiter no se juega.
El
30 de diciembre del 2012 Hugo Chávez murió en La Habana debido a su osadía de
tratarse un cáncer en Cuba, pero no lo desconectaron hasta el 5 de marzo de
2013, a los 60 años exactos de la muerte de Stalin. Si Chávez hubiera declinado
la medicina cubana, como hizo García Márquez, tal vez estuviera vivo. García
Márquez sobrevivió a dos cáncer de pulmón y murió a los 85 años. Tomó la
inteligente decisión de tratarse en Los Ángeles y no en La Habana, como le
proponía insistentemente el “Máximo Líder”.
A
Alejandro Magno lo sorprendió la muerte a los 32 años en el 323 antes de
Cristo. Poco después se deshizo su imperio greco-macedonio. A Fidel Castro casi
lo mata una diverticulitis a fines de julio del 2006. No obstante, a los pocos
meses de haber desplegado su estrategia en Caracas, sus intestinos lo sacaron
del combate e inmediatamente comenzaron a desintegrarse sus fantasías, aunque
permaneció más o menos vivo hasta noviembre del 2016.
Es
lo que frecuentemente sucede con los caudillos. Construyen su poder contra
natura y no por medio de instituciones que se conservan en el tiempo. No sólo
le pasó a Alejandro y a su remoto émulo Fidel Castro. También le ocurrió al
mongol Genghis Khan. Se mueren y se llevan a la tumba el imperio construido a
sangre y fuego.
Nicolás
Maduro, el sustituto impuesto por Cuba, se está ahogando por su rapiña,
incapacidad y estupidez. Raúl Castro, viejo y cansado, ha nadado para salvarlo,
pero, como suele ocurrir, los dos están a punto de asfixiarse en el turbulento
remolino postcomunista.
Todos
saben que el titiritero es Raúl Castro. Los han abandonado la OEA encabezada
por Luis Almagro y los artistas que fueron a cantarle a Juan Guaidó a la
frontera colombiana. Los han dejado tirados, muy a su pesar, Michelle Bachelet,
la italiana Federica Mogherini, Heinz Dieterich, Noam Chomsky y (con perdón) el
Sursum Corda, incluidos los camaradas españoles de “Podemos”. Sólo les quedan,
y casi siempre en nómina, algunos costosos descerebrados profundos sin el menor
prestigio.
La
imagen de Venezuela es pésima y está dejando al régimen cubano sin amigos ni
salvavidas. La ironía es que conquistaron Venezuela tragándose a Chávez y a
Maduro y ahora se han indigestado, como dicen los historiadores que le sucedió
a Alejandro Magno en el banquete que le costó la vida.
Carlos
A. Montaner
@CarlosAMontaner
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