El Estado venezolano visto desde la perspectiva actual no se presenta a los ojos de un observador como una institución que pueda satisfacer exigencias de diversa índole. El curso que le fue impuesto desde hace 20 años lo conduce en las actuales circunstancias por derroteros respecto del cual es posible advertir su absoluta inviabilidad.
Cualquier institución de rango y características como las que debe observar un estado moderno, debe poder satisfacer diversas exigencias: las relativas y destinadas a procurar la satisfacción del bienestar social que se inscriben en servicios públicos de salud, educación, de servicios básicos para cumplir con las responsabilidades individuales y colectivas, tales como servicio eléctrico, agua potable, servicios de comunicación terrestre y de otra naturaleza. Todas ellas entran dentro de las obligaciones mínimas de cualquier estado responsable.
A la par de las anteriores, un Estado moderno, que no puede concebirse sino como democrático, debe poder crear las condiciones para que la ciudadanía tenga plena confianza en las instituciones que deben satisfacer la posibilidad de dirimir sus decisiones políticas, de manera civilizada y apegada a la normativa que para tales efectos los ciudadanos se han establecido con anterioridad.
Todos los señalamientos anteriores no se corresponden a meros caprichos, sino que derivan de normas constitucionales, pero también, de manera clara y nítida, fueron establecidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada en 1948 por la Organización de las Naciones Unidas, y ratificadas en 1969 en el Pacto de San José, también conocida como Convención Americana sobre Derechos Humanos.
En Venezuela la conducción del Estado va a contrapelo de todos los acuerdos del cual ha sido signatario en los distintos foros internacionales, pero incluso de la misma Constitución. Los constantes y continuados varapalos de los que son objetos derechos humanos y las propias normas constitucionales, colocan a los detentadores del poder fuera del cauce democrático y, a quienes pactaron las normas que establecen el deber ser de la nación, en las circunstancias de insubordinarse frente a los trasgresores.
Frente a esa realidad, el Estado venezolano se convierte en un ente atrofiado en la que impera una profunda disfuncionalidad, al no poder garantizar y satisfacer los derechos básicos del ciudadano, pero, más aún, ni siquiera es capaz de lograr el funcionamiento mismo de las instituciones del gobierno. Hablar, comentar y argumentar sobre el Estado venezolano es ya una quimera.
Ya no avanzamos zigzagueantemente hacia la ingobernabilidad, simplemente, así como la hiperinflación es un fenómeno que reside en la vida de todos, hoy la gobernabilidad no es un producto del debate académico, sino que va de la mano con aquel.
Días atrás el colega Luis Salamanca advertía sobre otro fenómeno presente: la estatalidad, definiéndola como “…una crisis de dirección del Estado: ¿quién gobierna? ¿Quién controla el territorio? ¿Quién ejerce la soberanía, cuyo titular es el pueblo?” Ya sabemos: dos presidentes, uno reconocido por muchos países y otro desconocido, una AN legítimamente electa y una ANC de dudosa elección, dos Tribunales de Justicia, dos Procuradores, en fin, dos, dos, dos…
¿De cuál Estado hablamos? Cada día la extinción estatal es especialmente desesperante. Pueblo, por lo pronto hay uno, algunos buscan nuevos horizontes con sobradas razones. Otros nos anclamos es nuestras querencias esperando una buena mesa para, en un ejercicio de civilidad, dirimir nuestras diferencias.
Leonardo Morales P.,
@LeoMoralesP
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