La cita en Oslo revivió un viejo debate que aparece y desaparece, según las circunstancias, en la oposición. Se dialoga y negocia con el régimen presidido por Maduro para buscar una salida pacífica y concertada a la crisis; o no se dialoga ni se negocia, sino que se le derrota y derroca. Quienes se pronuncian contra el acercamiento entre el gobierno y la oposición acusan a quienes lo promueven de colaboracionistas, entreguistas y otros calificativos parecidos. Con delincuentes ni se habla ni se llega a acuerdos, se les derrota: este es el santo y seña de quienes se niegan a aproximarse a la cúpula gobernante. Los otros, los dialogantes, tildan a sus detractores de violentos, guerristas y obtusos.
La polémica transcurre en medio de un maniqueísmo tan simplista que bloquea cualquier posibilidad de inteligencia entre ambas partes.
Hasta el más obcecado opositor a Nicolás Maduro y a todo el entramado que representa, debería entender que es preferible establecer puentes, conversar y llegar a acuerdos que faciliten la resolución del conflicto actual, antes que propiciar la confrontación irracional. Este sano principio también tendría que asumirlo cualquiera que se identifique con Maduro. Con la violencia nadie gana. Todos perdemos.
Las condiciones objetivas para que se efectúe un acercamiento entre el gobierno y la oposición sobran. El país va camino a la disolución y el Estado se convertió en un Estado fallido. No satisface ninguna de las necesidades primarias de la población. No sirve ni para otorgar una cédula de identidad o un pasaporte. En Caracas, ni los semáforos funcionan. Todos los problemas que se derivan de la ineptitud, la corrupción y la improvisación tienden a agravarse. El Estado se ha retirado de amplias zonas de la nación. En los barrios pobres de las ciudades, no existe; tampoco al sur de Venezuela. En el Arco Minero se mueven funcionarios con uniforme y armados, pero esa circulación no denota la presencia del Estado, sino su distorsión y perversión.
Si el régimen de Maduro estuviese interesado en analizar las dificultades nacionales y buscarles soluciones, en común acuerdo con la oposición, ya lo habría propiciado. ¿Por qué no promueve el entendimiento? ¿Por qué desaprovechó la excepcional oportunidad que significó la presencia del Grupo de Contacto Internacional para promover el acercamiento con los opositores? Las declaraciones de Ricardo Merlo, vice canciller italiano y miembro del GCI, al diario Clarín fueron categóricas: Maduro no está pensando en elecciones presidenciales, aspecto crucial del diálogo y las negociaciones. En ese encuentro, concebido para explorar las posibilidades de acercamiento entre el régimen y sus oponentes, Maduro se dedicó a acusar a Juan Guaidó, a Leopoldo López y a los Estados Unidos. Obvió que estaba frente a un grupo de facilitadores de buena voluntad, sacó el hacha y decapitó a los contrincantes.
Nicolás Maduro no negocia porque aún se siente fuerte. Porque considera que todavía puede permanecer en Miraflores con el respaldo del Alto Mando, de los rusos, de los colectivos armados y de ese 20% de la población que todavía lo apoya. Lo que decida la oposición en nada lo afecta. La oposición puede compactarse en torno de la iniciativa del diálogo sin que, en las actuales condiciones, esa solidez cambie sus convicciones. Se equivocan quienes creen que el diálogo no se produce porque segmentos de la oposición lo rechazan. También yerran quienes piensan que no se puede entablar ninguna conversación con el régimen. Las negociaciones, en otras palabras, los acuerdos para ir a elecciones transparentes, con otro CNE, supervisadas por la comunidad internacional y con un gobierno sometido a la Constitución, que no esté presidido por Nicolás Maduro, aunque eventualmente pueda ser candidato presidencial, se darán cuando Maduro se sienta incapaz de contener la presión interna y externa, y la oposición haya alcanzado tal nivel de fortaleza con los recursos endógenos y foráneos que posee, que no sea posible detenerla.
La fenomenal crisis nacional, el apoyo de los países democráticos, el descontento en núcleos del chavismo y en sectores de las Fuerzas Armadas, elevan de forma acelerada el costo de la permanencia de Maduro en Miraflores. Este cuadro tiende a agudizarse. Su margen de maniobra es cada vez más reducido. Bastaría un acuerdo entre Trump y Putin, con el apoyo del Alto Mando, para que ese frágil andamiaje se desplome. Las variables en juego son numerosas. Algunas puede manejarlas la oposición. Otras no. En relación con la catástrofe del país, nada puede hacer. La responsabilidad total es de Maduro.
De lo que podemos estar seguro es de que si Maduro percibe ingenua, indecisa y confusa a la oposición, jamás sostendrá una negociación transparente con ella. Solo serán para calmar a la gradería. Esa fue una de las lecciones que le dejó Fidel Castro. Con los débiles, ni a la esquina. La primera tarea consiste en acumular energía abundante en todos los terrenos. Sin fuerza no hay negociación.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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