Con el acierto e intuición propias de las madres, Fernando Mires sugiere, a propósito de la ola iracunda desatada contra la visita/informe de Bachelet, repasar la teoría mimética de René Girard, “el Albert Einstein de las ciencias del hombre” según Pierre Chaunu, y del consecuente chivo expiatorio generado cuando las dinámicas de violencia se apoderan de sociedades enteras. Paradójicamente, los análisis iniciales del francés no provienen de las ciencias sociales ni políticas, sino de la literatura.
Obsesionado por encontrar qué es lo que hace tan atractiva la literatura universal, Girard concluye que la verosimilitud viene dada por el deseo mimético de apropiación, esto es, por la composición triangular de dos rivales (protagonista-antagonista) que se disputan un mismo objeto de deseo: “Las relaciones interpersonales están marcadas por el conflicto, la rivalidad y la violencia. La rivalidad escala hasta el conflicto, el conflicto hasta la violencia, la violencia hasta el derramamiento de sangre, el derramamiento de sangre hasta la venganza y la venganza amenaza con desbordar todo límite y hacer imposible la convivencia entre los hombres”.
La teoría girardiana concibe que los deseos humanos no son autónomos ni espontáneos; son imitaciones de los apetitos de otro. Las personas, en su experiencia de insatisfacción permanente e insaciable –no soy lo que quisiera o me gustaría ser, me falta algo, etc.– suelen buscar modelos a imitar. El modelo es el referente y el detonante de los propios deseos y aspiraciones: “El hombre busca hacerse un ser (autoretrato) que esté esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante” explica el filósofo. Cervantes inmortalizó el deseo mimético del Quijote, caricaturizando su aspiración de ser un gran caballero como el Amadís de Gaula; Madame Bovary encarna el deseo mimético y solitario de los arrebatos de amor de las heroínas de las novelas románticas que leía fanáticamente en su cuarto.
Mímesis y política: el chivo expiatorio
Dijimos que el modelo triangular de la mímesis conlleva a que no deseemos directamente los objetos sino a través de otro que lo posee. Por ejemplo, el poder político es deseado siempre y cuando lo hayamos visto en ejercicio de otro que, automáticamente, se convierte en modelo.
Esto explica la pérdida de la cultura democrática en Venezuela, luego de 20 años de hegemonía cuasi-caudillista en pleno siglo XXI, donde el mediador que suscita el ansia de poder, se presenta como un mandón capataz que dirige bruscamente, agrede y dispone arbitrariamente de los demás y de su pequeña parcela atrasada y descuidada.
Como la experiencia del deseo es de sujeto-deseante, mediador y objeto deseado, se tiende a disimular tanto el deseo como el modelo a imitar: «Hay que disimular el deseo que se siente, hay que simular el deseo que no se siente. Hay que mentir» El deseo de ser poderoso incrementa el disimulo y la vergüenza de parecerse a quienes están en ejercicio del poder, pues nadie puede afirmar “yo quiero ser como él”, sino “admírame”, “sígueme”, “yo tengo lo que te falta”, “confía en mí”.
Rivales se presentan cargados de súper poderes, soluciones mágicas, mega planes, los mejores equipos, presumiendo claro está de lo que carecen, y precisamente por eso constituye el objeto de su deseo. Adicionalmente, hay que diferenciarse del mediador pues de lo marcadamente distinto pende el contraste, la rivalidad o conflicto que conduce al desenlace.
En tiempos convulsos de polarización, el deseo mimético de poder desemboca en una crisis sin término. Como el acercamiento al objeto deseado aumenta la intensidad del deseo, se genera un proceso de retroalimentación que alimenta la espiral de violencia infernal, propagada de manera difusa con consignas, gritos de guerra, programas de odio y propaganda disfrazados de opinión, infotainment y demás hostilidades hasta con el Papa. Semejante dinámica requiere con urgencia de una válvula de escape: emerge el chivo expiatorio como la víctima sobre la que se vierte todo ese odio social. El disimulo, la vergüenza ante el desastre causado, lleva a cargar sobre una víctima inocente las culpas de todo y de todos. Dicen que los aztecas sacrificaban mujeres jóvenes para apaciguar la ira del Dios Sol. La tradición judeocristiana enfatiza en el imperativo de Yaveh-Dios, que no quiere sacrificios, ni ofrendas, ni animales, ni cosechas: quiere el corazón humano, es decir, la conversión del deseo mimético: la superación de la violencia, de los chivos expiatorios, de todo lo que oculta el verdadero origen de los males: “Lo que ofrece la tradición judeocristiana es la posibilidad de formar una nueva sociedad que no necesite víctimas ni exclusiones para encontrar su identidad”.
Conversión ya
Hay quienes quieren apropiarse del objeto deseado sin pasar por el trance de la conversión o elevación del deseo mimético; sin superar la táctica infantil del disimulo y acabar con los chivos expiatorios, emprendiendo una nueva relación con el otro, con el deseo y con uno mismo, en el ámbito de las aspiraciones miméticas de apropiación y ejercicio del poder.
Proust recupera el tiempo perdido cuando acoge su conversión: Según Girard, “recuperar el tiempo es acoger una verdad que la mayoría de los hombres pasan su vida rehuyendo, es admitir que siempre se ha copiado a los otros a fin de parecer original tanto a sus ojos como a los propios. Recuperar el tiempo es abolir una pequeña parte del propio orgullo”.
La transición democrática pasa por la determinación de acabar con una serie de diferencias brutales, complejos históricos de resistencia indígena, de libertadores y próceres de la patria, de víctima, de clases, de chavistas, de antichavistas y pare de contar, que dominan el imaginario colectivo político del venezolano.
Para Girard la garantía de los derechos humanos es fundamental para poner cese a la violencia; es decir, los derechos de las víctimas potenciales constituye la médula de una auténtica transición. Si no, seguiremos como los lobos de Hobbes, devorándonos mutuamente.
Mercedes Malavé
@mercedesmalave
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