Desde la desesperación y la ignorancia se repite, casi como un mantra, que el caso de Venezuela es único, que nunca antes ningún país había vivido bajo el yugo de un régimen semejante, y es por ello que ninguna experiencia, fórmula o lección del pasado es aplicable a nosotros ¡Falso!.
Obviamente no existen dos fenómenos sociales idénticos, pero las ciencias sociales, como es el caso de la ciencia política, existen porque es posible comparar y establecer patrones para comprender los fenómenos que se estudian.
En este sentido, la teoría no está divorciada de la práctica, sino que por el contrario el estudio de los casos construyen la teoría, por lo que quien pretende ignorar la teoría que se construye desde los estudios de política comparada, termina pagando un costo muy alto en la práctica que se traduce en una espiral interminable de ensayo y error.
En este sentido no es cierto que la política no aplica al caso venezolano porque en nuestro caso no estamos ante actores políticos, sino ante una organización de otra naturaleza.
Lo mismo decían los chilenos de Pinochet cuando la Concertación decidió luchar contra quien había instalado campos de concentración y había acumulado varios miles de denuncias por violaciones de derechos humanos, incluida la muerte de más de dos mil chilenos tras el golpe de estado contra Allende. Y ni hablar del caso del “Carnicero de los Balcanes”, Slovodan Milosevic, quien muere en prisión durante el proceso que se le seguía en La Haya por genocidio.
Así existen otros muchos otros casos, como los de Brasil, Perú, Ucrania, Checoslovaquia o Sudáfrica, en los que tanto la prácticas de represión, como los medios legales e ilegales de enriquecimiento pueden comparase, e incluso superar a la desgracia que hoy vivimos en Venezuela.
Pero el hecho de que no estemos solos en nuestra tragedia, y que incluso haya casos de destrucción de una sociedad comparables, e incluso más dramáticos que el venezolano, como el de Corea del Norte, Myanmar o Zimbabue, no debe ser razón para sentir alivio porque, como dice el proverbio, “mal de muchos, consuelo de tontos”.
En lo que sí hay cierto nivel de novedad, es en la respuesta que la comunidad internacional ha dado en nuestro caso: Si bien es cierto que en procesos de democratización como los del este de Europa y la Europa Occidental los Estados Unidos sinergizaron esfuerzos, y que en otros muchos casos los Estados Unidos unieron esfuerzos con otros países para sacar adelante procesos de democratización, es la primera vez que el mundo democrático, incluidos países de Europa, los Estados Unidos, Latinoamérica, e incluso del Caribe y Asia, han unido esfuerzos en torno al objetivo de materializar una transición democrática en Venezuela.
Lo inédito de este esfuerzo mancomunado de actores locales y foráneos, que en ocasiones luce torpe y descoordinado entre múltiples estrategias que a veces parecieran solaparse y competir entre ellas (mediación auspiciada por Noruega, Grupo Internacional de Contacto auspiciado por la Unión Europea, presiones diplomáticas del Grupo de Lima, sanciones y amenazas de los Estados Unidos), son las expresiones de una dinámica en la que una diversidad de actores tratan de impactar el proceso venezolano mediante una secuencia de iniciativas que pareciera estar gobernadas más, que por una estrategia precisa, por ensayo y error, en la que el fracaso de un actor y su “estrategia” abre el turno para que un siguiente actor implemente su propia “estrategia”.
La realidad es que la secuencia de eventos, entre los que destacan la proclamación del 23 de enero, el intento por pasar ayuda humanitaria por la frontera con Colombia el 23 de febrero, la convocatoria al sector militar del 30 de abril, la Operación Libertad, la mediación auspiciada por el Reino de Noruega, y su continuación en Barbados, en medio de la presión creciente de las sanciones que encuentran su climax en el bloqueo decretado por el gobierno de Donald Trump, parecieran demostrar la inexistencia de una estrategia real en torno a la cual se alinien tanto actores locales como foráneos para sinergizar esfuerzos concatenados y capaces de generar un jaque mate al régimen.
Por el contrario, la lucha por democratizar se ha convertido en una especie de juego secuencial, un “toma y daca” en a la que a cada jugada de los actores democráticos, locales o foráneos, el régimen responde con una retaliación (encarcelamiento, allanamiento de inmunidad parlamentaria, etc.) en la que el eslabón más vulnerable es, y será siempre, el liderazgo democrático venezolano que opera desde el país y que está a la merced del aparato represivo gubernamental.
Aunque las sanciones duelen al régimen, como se desprende de cada demanda conocida que se ha hecho tanto en la mesa de mediación de República Dominicana, como de Noruega y Barbados, pareciera no haber mayor certeza de cuáles ejercen mayor presión sobre los puntos neurálgicos del régimen y los aliados esenciales que le sirven de soporte (Fuerza Armada, cuerpos policiales, magistrados y jueces, entre otras instituciones bajo control de la élite gubernamental).
Si bien es cierto que, ante la desmovilización progresiva de la protesta, las sanciones se han convertido casi en el único mecanismo de presión sobre el régimen, lo cual coloca el centro de gravedad de la lucha fuera de Venezuela, también es cierto que la presencia de aliados foráneos del régimen de la talla de China, Rusia e Irán, entre otros, permiten un importante margen de maniobrabilidad para evadir en alguna medida la presión derivada de tales sanciones.
Hoy en día, si bien resulta posible estimar el impacto real de un embargo petrolero sobre el país, es mucho más difícil estimar su impacto sobre las finanzas de actores específicos cuyo enriquecimiento o sobrevivencia dependen de la sobrevivencia misma del actual régimen, y que han encontrado en otras actividades, como el arco minero, o en las criptomonedas, rutas alternativas para continuar enriqueciéndose o para evadir la identificación y levantamiento de sus capitales.
Es así como la imposición de sanciones y las estrategias de evasión se han convertido también en un juego secuencial en el que, solo mediante una coordinación multinacional muy estrecha de esfuerzos, puede lograrse algún resultado real, y no uno adverso que puede implicar una especie de cubanización de la situación venezolana, en la que las urgencias de la sobrevivencia no dejan espacio para la lucha democrática.
Hoy, tras el bloqueo decretado por los Estados Unidos y la respuesta del régimen que se inicia pateando la mesa de mediación servida por el Reino de Noruega y continúa con la apertura de nuevos procesos judiciales contra diputados electos de la oposición, nos encontramos en medio de una de las peores escaladas del conflicto que hayamos vivido desde el arribo de Chávez a la Presidencia en 1999.
Una escalada implica que las partes involucradas creen estar en posición de ventaja sobre el otro para resolver el conflicto mediante el uso del poder. En esta fase las salidas negociadas no son posibles porque las escaladas implican que cada actor, en este caso el gobierno de Guaidó, respaldado por los Estados Unidos y una parte importante de la comunidad internacional democrática, y el régimen liderado por Maduro, respaldado por gobiernos análogos como el de Rusia, China, Irán y Turquía, están convencidos de que pueden someter al otro por la fuerza.
Una escalada del conflicto finaliza cuando una parte efectivamente logra imponerse sobre la otra, o porque ambas partes llegan a la conclusión de que no tienen el poder necesario para lograrlo, lo que implica el estancamiento o una desescalada del conflicto que abriría las puertas a una nueva negociación.
Si bien es cierto que Guaidó cuenta con el apoyo de aliados poderosos, como los Estados Unidos, debe siempre considerarse que tal apoyo no es incondicional sino que está sometido a las condiciones políticas internas de tales aliados, y en especial de los Estados Unidos en un año electoral, y a las externas, relacionadas con la posición que la comunidad internacional adopta sobre lo que debe hacerse y lo que no en el caso venezolano.
En tal sentido, el poder de un ejército poderoso no importa si no puede ser utilizado, y el adversario no cambiara su actitud si así lo cree y la asimetría en el poder le favorece.
Es por ello predecible que las jugadas retaliatorias del régimen se dirigirán no sobre los aliados internacionales del liderazgo democrático venezolano, que son más poderosos, sino sobre el eslabón más débil de la cadena, o sea los líderes locales, como de hecho ha venido ocurriendo.
Fortalecer al sector democrático venezolano en medio de una escalada del conflicto resulta hoy en día una tarea tan difícil como esencial. De la capacidad del sector democrático para generar el músculo necesario para aumentar el costo de las predecibles jugadas retaliatorias que el régimen tratará de implementar para cobrarse el bloqueo impuesto por los Estados Unidos, dependerá el desenlace de esta escalada de conflicto.
Generar tal fortaleza depende de la capacidad que tenga el liderazgo democrático de generar un contra-poder al poder del régimen. Si el régimen hoy gobierna las instituciones, la oposición tiene que tener la capacidad para gobernar la calle y neutralizar el poder de las instituciones.
Tal capacidad, pese a que muchos dicen que el problema de Venezuela no es político, depende de hacer Política, o sea de ganar la conciencia y el corazón de las mayorías, de construir legitimidad, incluso entre aquellos que están en los niveles operativos de las instituciones sobre las que se sostiene el régimen, para neutralizar lo que hasta hoy ha sido su apoyo incondicional para así condicionarlo a favor de un cambio político que afecta también sus propias vidas y futuro.
Hacer Política implica hablar con claridad al país sobre el futuro frente a dos visiones mutuamente excluyentes, democracia o dictadura; implica plantear con claridad los restos de una batalla que se definirá no en el exterior sino en las calles de Venezuela, y que de la disposición de la gente a imponer su voluntad dependerá de que las condiciones de asimetría entre gobierno y oposición desaparezcan y el régimen sea derrotado, o se vea obligado a negociar una salida en términos que hasta hoy no han sido posibles.
La escalada de conflicto que hoy se inicia implica una nueva, única y, quizás, última oportunidad para Guaidó de movilizar al país en medio de una polarización que hoy le favorece ampliamente ante la falta de legitimidad de Maduro, si es utilizada con honestidad intelectual y política, y no con base en amenazas que ya no tienen credibilidad entre las filas del adversario.
De hacer Política dependerá que esta escalada pueda encontrar su desenlace en el triunfo de la democracia.
Benigno Alarcón
@benalarcon
@centrogumilla
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