“El populismo nos cayó como una maldición”, se lee por allí, y no resulta difícil catar lo amargo de la punzada. Sobra razón para ello, en especial si advertimos el daño que se ensancha y no cede, las trazas del “legado”, la mueca de esa oscura fascinación que ejercen líderes populistas y sus ficciones, tan a la medida del pathos que pincha a una sociedad cuando la incertidumbre, el caos y sensación de injusticia comienzan a escarbar sus íntimas llagas.
Valiéndose del trampolín de las crisis, la mediación casi milagrosa del caudillo que arremete con ladina ambigüedad y sin teoría precisa, el que convierte el conflicto político en gesta moral, lucha de bien contra el mal; el que marca raya roja entre “ellos” -demonizados enemigos- y “nosotros” -los del lado correcto, pueblo virtuoso e incontaminado- y obliga a tomar partido pues, de otro modo, “estás contra mí”, acaba siendo un coctel en extremo poderoso y seductor. El “Pueblo” irrumpe entonces como un todo idealizado, una unidad homogénea sin discontinuidad ni cesura, un ente que rebasa a la persona y la somete a los designios de quien, paradójicamente, da carne a esta suerte de supra-individuo… ¡cuánto poder! Al tanto de eso, Chávez no sólo hizo y deshizo, sino que dejó una impronta tan robusta que terminó salpicando por igual los modos de hacer política de seguidores y adversarios.
Y no es que sea algo imperdonable que los líderes democráticos apelen, ocasionalmente, a ciertos giros que pudiesen lucir “populistas”. Es cierto que la construcción de nexos entre el líder y las multitudes, la praxis avivada por “l'animo in Piazza” difícilmente se libra de claves que apuntan a sublevar la pasión colectiva y a cebar la identificación, buscando asegurar una adhesión que por fundarse en los afectos, el miedo/esperanza o la fe, a veces luce más resistente que la misma razón. Ah, a partir de eso, la retórica polarizante, la invocación de la simpleza amigo-enemigo aparece casi como fórmula inevitable. Y allí la trampa: justo cuando la subordinación de las partes al todo hace que la desaparición del matiz se imponga como necesidad a fin de “evitar la disgregación” y preservar la identidad absoluta, la socorrida unidad monolítica.
Para alguien que, opuesto a la lógica de un régimen militarista que ve en el disenso el signo del traidor, concibe la política como virtuosa forma de habilitar una convivencia condicionada por la pluralidad -pues la política, bien decía Arendt, es “un estar juntos siendo distintos”- la adopción del “estás conmigo o estás en mi contra” no puede menos que leerse como penosa regresión. Barajado como recurso in extremis, deslizado bajo la denuncia del “colaboracionismo”, cabría pensar entonces que ese interés en imponer pensamientos únicos y silencios unánimes ante la equivocación ha logrado plantar su tienda en el solar equivocado.
Desmereciendo la raison d'être de la política, el de la realización de la libertad (una libertad que no puede existir mientras se mutila el debate o la participación de los individuos) el espacio público que estamos obligados a configurar empieza así a diluirse, y con él el rasgo esencial que nos separa del Gran Otro. Un pueblo uniformizado, reducido al tumulto callejero y concebido como pasivo instrumento de las necesidades y decisiones de un ente superior, supraindividual, pierde así capacidad de distinguir su potencial para impulsar la transformación que reclama.
No extraña, por tanto, que se siga buscando afuera al “gran solucionador”, que parte importante de una ciudadanía que recela de la facultad de los partidos políticos, espere ser salvada de la maldición; o que se crea que estrategias potencialmente letales para la población e históricamente nulas para promover cambios de gobierno como las sanciones financieras a regímenes autoritarios, serán más efectivas que prepararnos logística y emocionalmente para la lucha en el terreno electoral, por ejemplo. Una Venezuela indignada resiste, ciertamente, pero la rabia se disipa en deseos y efervescencia, no en acciones que por apelar al protagonismo de la gente podrían ofrecer plataformas más realistas y aprovechables.
Los hallazgos de Datanálisis en relación a la desconfianza que persiste frente a un liderazgo con todos y ningún foco, así como la fatiga cívica, la ausencia de identificación política firme, ofrecen pistas para un reacomodo que debería apartarse lo más posible de ese ethos populista que muerde tobillos como un cepo, del empeño en tribalizar la calidad del intercambio y restar singularidad al aporte producto de la deliberación. Quizás para bien nos ha tocado despedirnos de la inocencia: tras lo vivido, no se puede volver a invocar la unidad como chantaje sectario, y sí como integración con consciencia de lo desigual, dispuesta a aceptar los desafíos de la contradicción. He allí una mudanza que con miras al real empoderamiento ciudadano, podría ayudarnos a recuperar las horas que la exaltación y los bastos determinismos no dejan de escamotear.
Mibelis Acevedo Donís
@Mibelis
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