La ofensiva lanzada en Venezuela desde comienzos de año por la coalición que apoya a Juan Guaidó es buen ejemplo de que la intención humanitaria y la amenaza de intervención militar no se avienen como receta ideal para lograr un cambio de régimen. Aquí calza bien, creo, remitir una vez más a lo mucho que al respecto ha observado atinadamente David Rieff.
En verdad ya podemos alegrarnos de que, a pesar de la mortal calamidad que atraviesa mi país y la latencia de un conflicto armado subregional de grandes proporciones, no nos hayamos precipitado todavía a un escenario siquiera remotamente evocativo de lo ocurrido en los Balcanes y Afganistán a la vuelta del siglo. Las cosas, bien o mal, han ido en otra dirección.
¿Qué ha pasado desde que un joven político desafió las pretensiones de la dictadura, puso en boca de todos la palabra “usurpación” y convocó de nuevo a manifestar clamorosamente en las calles por el retorno a la democracia?
Se recordará que Guaidó salió al encuentro del país como quien dice caminando solo desde el horizonte y justo en medio de la más desoladora bajamar del fervor opositor que pueda recordarse.
Sin ser en absoluto bisoño, no se exagera diciendo que Guaidó era casi un desconocido para la gran masa opositora que, de súbito, vio en él a un paladín salido del libro de profeta Daniel.
El desconcierto en las zahúrdas infernales de dictador Maduro no pudo ser mayor ante el inusitado empuje y el gran arrastre de masas del joven diputado que reclamaba el fin de la usurpación y predicaba en pro de un gobierno de transición que condujese en breve a unas elecciones libres y supervisadas internacionalmente.
La plataforma del presidente legítimamente designado por la Asamblea Nacional abordaba con audaz creatividad política el obstáculo mayor: la cuestión militar. En vez de lenidad, se le ofreció a la alta oficialidad militar y al funcionariado civil, muchos de ellos señalados como agentes de los crímenes del régimen, la zanahoria de acogerse una ley de amnistía a cambio de suspender el apoyo a la dictadura plegarse a la constitución vigente y ponerse al lado del presidente designado. El garrote fue amenazar, no muy verosímilmente, con una intervención militar estadounidense. Aunque la baza de la insurrección militar no funcionó, sí dejó al descubierto los antagonismos internos.
De entonces a la fecha, y en vertiginosa sucesión de grotescos episodios, el país ha visto recrudecer la represión de cualquier forma de protesta cívica al paso que aumenta, ahora sí decididamente, la presión de la llamada comunidad internacional.
Han ocurrido asesinatos políticos literalmente en presencia de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos y las masivas ejecuciones extrajudiciales en nuestras barriadas alcanzan ya cotas genocidas. Las cárceles rebosan de presos políticos, muchos de ellos insumisos oficiales de las fuerzas armadas. El ultrajante papel de los servicios de contrainteligencia cubanos en la ofensiva de represión es ya desembozado.
El hambre, la escasez y la ineptitud ahogan a un país sin agua potable ni electricidad. La crisis migratoria no ha hecho sino agudizarse y, a gran velocidad, desborda los cálculos más expertos.
Los países de la región, con Colombia a la cabeza, lucen ya resueltos a acometer acciones conjuntas para desalojar a Maduro del poder y quizá revertir con ello la ola migratoria. ¿Cuánto más ha de prolongarse la tiranía cleptocrática y asesina? Aun contado Maduro con el factor militar, ¿ por qué demora tanto un desenlace?
La emergencia de una incipiente y singular dualidad de poderes explica, a mi modo de ver, la demora de Maduro en dejar el poder pero, al mismo tiempo, anuncia ya el principio del fin. La admirable resiliencia de Guaidó – y la mano protectora de Trump, todo hay que decirlo – exponen a Maduro al escarnio de no poder detenerlo ni forzarlo al exilio.
Guaidó preside así, sin salir de Venezuela y en plan de agitador fugitivo y hasta ahora inatrapable, algo mostrenco y nunca antes visto en nuestra región: un gobierno en el exilio con nula competencia en el territorio, pero que, sin embargo, disputa a la dictadura, hasta ahora con éxito, el control de parte importante de los activos petroleros del país en el exterior.
Uno solo de ellos – la petroquímica Monómeros Colombovenezolanos −, exento de sanciones estadounidenses, genera ya, y no teóricamente, ingresos al gobierno legítimo. Convengamos en que no sería lo mismo un Guaidó sin refinerías exentas de sanciones estadounidenses que la actual dupla Guaidó−Monómeros. O Guaidó−CITGO, para ponerlo con siglas.
Añádanse a ello los recursos que Washington asegura haber aprobado para subvenir a los gastos ordinarios del tren de Guaidó y su perdurabilidad, aunque trepidante, está razonablemente garantizada en el futuro a la vista.
Un gobierno petroquímico en el exilio, aun con presupuesto deficitario y limitaciones legales para operar activos embarazados por hipotecas y cobro de acreencias, es algo que ni Maduro ni nadie podía siquiera imaginar a comienzos de año.
En Venezuela la palabra “política” se deletrea igual que la palabra “petróleo”. Visto así, hoy se despliega un paralelogramo de fuerzas que el economista Francisco Rodríguez describe muy bien al decir que “Maduro no puede ya vender petróleo al exterior ni Guaidó producirlo en Venezuela”. Lo cual solo augura para Maduro una tercera temporada inexorablemente corta.
@ibsenmartinez
Ibsen Martínez
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