sábado, 21 de diciembre de 2019

JEANETTE ORTEGA CARVAJAL: EL BESO DEL ÁVILA

Según la etnia caribe, su nombre es Waraira Repano. La Sierra del Norte, el paraíso de flores que seductoras se entregan para enaltecer al amor. Este pulmón verde, testigo silente de un país que lucha por florecer y liberar oxígeno de libertad, atesora historias, secretos y leyendas, que le dan a Caracas, la Sultana del Ávila, un matiz especial.

Todos los venezolanos llevamos grabado en el alma a ese imponente cerro, como si Manuel Cabré, el pintor del Ávila, en medio de adorables travesuras, matices y luces, lo hubiera coloreado en cada niño que nació en esta tierra y en cada extranjero que hizo vida en ella. Sin embargo, allí, bajo ramajes verdes de árboles ancestrales y danzas sensuales de exóticas aves, el comunismo desvaneció el progreso en Venezuela. Fue por eso que, atrapados entre las páginas de la historia, quedaron restos de nostalgia que si no ponemos nuestras plumas, quizás nunca serán reescritas.

Allí, en el camino de los españoles, en el Galipán de Antonio Pacheco, el vendedor de flores quien con el frío de diciembre bajaba con su burrito buscando calor en la Caracas de los techos rojos. Allí, en el Ávila, una misteriosa niebla que a veces le hace el amor a la montaña, impregnada con las vivencias de tantos caminantes, con la injusticia de quienes condenan a un país a la ignorancia y a la destrucción, tomó la forma de brisa oscura y produciendo dolor cerró, esperemos que no sea para siempre, los ojos de hombres y mujeres que se rindieron.

Había una vez, así empiezan los cuentos y así comienza esta historia… un país que perdió el camino, que comenzó a olvidarse de sí mismo, que se dejó engañar por espejismos que le hicieron abandonar la democracia. El tiempo pasó y ese país se volvió triste, sumiso y envejeció. Primero apareció una arruga sobre su historia, luego otra que le producía dolor y otra más que al despojarla de los sueños, transformó el dolor en muerte. Cuando perdió las esperanzas, el país vio una cruz y de manera suicida se clavó sobre ella.

Sus recuerdos, llenos de victorias pero también de fracasos y miedos, lo torturaban. Cansado, el país se sentó sobre la húmeda hierba del Ávila y recordó a sus libertadores, a ese muchacho de apellido Bolívar quien al galope y con espada en la mano liberó cinco naciones. Recordó cuando el 23 de enero de 1958, un grupo de jóvenes derrocó la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y conquistó la democracia. Recordó que la belleza de su gente, la flora, la fauna y el clima son una bendición. Recordó que en esta pequeña Venecia existieron los mejores colegios públicos, que la educación era de calidad, que eran pocos los niños desnutridos, que los hospitales estaban equipados y se salvaban vidas y sí, es cierto, existían pobres, pero con su esfuerzo tenían la posibilidad de superar la miseria.

Un día, el país se dejó engañar por ideologías fracasadas. Los años pasaron y sin comprender cómo, la tristeza y la resignación se trasformó en rutina. El gris tiñó el cielo y podía verse el color negro.

El país, al enfrentar lo que fue y lo que hoy es, se sobresaltó. Se echó un vistazo por dentro. No le gustó lo que vio. Su corazón se envenenó con amargura y destruyó cualquier sentimiento noble que encontrara a su paso. Resignado, aceptó su presente y su futuro como si de una condena se tratara. El país se asfixió en el silencio… meses después, la desesperanza, enfermedad mortal, lo invadió y simplemente se dejó morir.

Veinte años más tarde, el país, abandonado por migraciones y cansado de luchar, comprendió su historia. Temblando abrió los ojos y descubrió que las esperanzas y los sueños no mueren, porque son alimentados por jóvenes y niños quienes merecen tener futuro. Su corazón latió más de prisa. Volvió a sentir que no debe dejarse morir y entonces… Dios lloró. Ese es el dolor que cargamos en el pecho, la opresión que nos hace sentir nostalgia y la tristeza que no nos abandona.

Y así fue como una noche, después de una pródiga lluvia, bajo el cobijo de un araguaney, con el trinar de un turpial y la fragancia de las orquídeas, que ese país descubrió que no debe resignarse a morir.

Dicen, estoy segura de que es cierto, que la luz de la imponente Cruz del Ávila, la que orgullosa exhibe la montaña de los sueños de Manuel Cabré, a pesar de este oscuro cielo de diciembre, se llenará con brillantes y hermosas estrellas que junto a una luna bendecida por Dios, iluminará de nuevo a este país, nuestra Venezuela.

Dicen también que si no nos dejamos vencer, nuestros niños volverán a ser arrullados con el Himno Nacional y sus madres, otra vez, le susurrarán al oído el «Gloria al bravo pueblo» mientras el Ávila, siempre nuestro y paternal, besará con amor a nuestros hijos y les dará alas a sus sueños de libertad… es así, estoy segura, como terminará esta historia.

Jeanette Ortega Carvajal 
@Jortegac15
@ElNacionalWeb

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