La reunión de mi familia materna ocurría siempre en septiembre por dos razones. La primera, el aniversario del fallecimiento de mi abuela Andrea. La segunda, la celebración de la fiesta de la Virgen del Valle. Las cuatro hermanas con todos sus hijos llegaban a la casita de Paraguachí.
Margarita siempre tuvo problemas con los servicios públicos, especialmente la electricidad, por ser una isla. Sin embargo, en los años de democracia logró desarrollarse un tendido eléctrico que mejoró las condiciones de vida.
Pero cuando era niña todavía las idas y venidas de la luz eran la excusa. La imaginación y las tradiciones contribuían. La casita estaba rodeada de más de una hectárea de terreno sin vecinos que quedaba completamente a oscuras bajo la noche estrellada más hermosa que he visto.
Las tías comenzaban a contar cuentos de espantos. Que si el Tirano Aguirre arrastrando sus cadenas por el camino tal. Que si los enanitos verdes que aparecen debajo de la mata de uva de playa. Que si el novio que mató a la novia por accidente detrás de la puerta.
II
Nada de eso me asustaba. Nunca le he tenido miedo a los fantasmas. Una noche, las tías decidieron que iríamos a El Salao a visitar al tío Jóvito Alcántara. De Paraguachí hasta su casa son 10 minutos a pie, pero se fue la luz.
Cuando ya todos se encaminaban, yo me devolví a la casita. Entré y vi una figura vestida con un traje blanco. Era un hombre moreno claro que estaba recostado de una de las matas del patio interno. Su mirada se dirigía hacia el Guayamurí que está detrás. Relajado y pensativo, bebía de una taza de café. Cuando me sintió, se volteó y me sonrió.
No recuerdo por qué me devolví sola a la casa, pero todavía tengo la imagen en mi memoria como si lo acabara de ver. No voy a negar que me asusté un poco y corrí hasta alcanzar a los demás. No le dije nada a nadie.
Con el tiempo, ya grande, se lo conté a mis tías que son mayores que mi mamá. Esta fue su respuesta: Ese era tu abuelo. Solía tomar así su primer café de la mañana y siempre estaba vestido de blanco, de tela cruda.
III
Cuando digo que no le temo a los fantasmas, no estoy siendo totalmente sincera. Hay fantasmas que me aterran y que veo todos los días.
Aparecen entre las ruinas de las calles de Caracas. Se pasean por los caminos destruidos de pueblos desolados. Están a simple vista, pero hay quienes se hacen la vista gorda. Estoy segura de que recorren campos y avenidas. Estoy convencida de que deambulan por Miraflores y el Fuerte Tiuna.
Aterran desde las puertas de las casas desnudas y a oscuras. A veces parecen zombies que registran las bolsas de la basura. Piden comida a las puertas de supermercados y panaderías.
Siento que estoy en una novela de terror. Y es la impotencia la que me atropella. Calles destruidas, las casas muertas de Miguel Otero Silva. ¿Estaremos llegando al final?
Ana María Matuteamatute@el-nacional.com
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