Una de las deudas que mantengo con el padre de mis hijos es el haberme transferido una maravillosa familia política, a la que profeso un inmenso afecto.
Durante
años, unos de mis cuñados, hombre bondadoso y metódico, mantuvo una próspera
librería en La Candelaria. Cada día, al concluir la jornada, se acercaba hasta
el local uno de los buhoneros de la zona: llegaba con el tablón y los dos
caballetes de madera (dos burros, hubiéramos dicho en criollo) que conformaban
el humilde mesón sobre el que desplegaba su mercancía. Mi cuñado le permitía
guardarlos en la trastienda, donde estarían protegidos hasta la mañana
siguiente, cuando el hombre reemprendiera sus labores.
Admirábamos
la diligencia y la discreción del que llamaban “el indio”, pues parecía
provenir de alguna etnia aborigen de la cual se había visto separado. Ello nos
afligía secretamente, aunque lo asumíamos sin darle muchas vueltas.
Al
comenzar el lejano 1998, la librería reabrió sus puertas tras el receso
navideño. De prisa, a primera hora, el indio se acercó a recoger sus bártulos,
dispuesto a comenzar sus labores.
-
¿Cómo está? – lo interpeló uno de los empleados- ¿Cómo pasó las fiestas?
-
Bien, por lo conforme - contestó el hombre, tranquilo y de buen humor.
La
respuesta, una frase hecha que habríamos escuchado quizá cien veces entre la
gente sencilla, caló esta vez hondamente en mi cuñado, quien se quedó
ponderando no solo la serenidad de su interlocutor, sino su sabiduría al
valorar lo que tenía, pues estábamos conscientes de las circunstancias tan
precarias en medio de las cuales vivía el modesto trabajador.
Todavía,
20 años más tarde, evoco esa frase, que retrotraigo para subrayar la
importancia de la gratitud: “Bien, por lo conforme”.
Yo,
que soy de las que creo que el cielo es el límite, que estoy convencida de que
el ser humano por naturaleza crece y cambia, y se mueve motivado por la
autorrealización, me horrorizo ante la palabra “conformidad”: me suena a
aceptar mansamente lo que nos ha tocado, resignados, sumisos, en lugar de movernos
y de poner los medios para obtener aquello que deseamos. Pero, sin embargo, en
muchas oportunidades la frenética carrera en pos de nuestros objetivos nos
impide percibir todo lo que sí tenemos. Nos invade la frustración y medimos la
carencia, lo que nos falta, en vez de contemplar todo aquello que tenemos. En
lugar de estimar que estamos en camino, que nos movemos, que nos aproximamos a
nuestra meta, nos lamentamos por no haberla alcanzado todavía.
Cuando
inevitablemente hagamos el balance, cuando efectuemos el recuento de lo bueno y
lo malo que ha ocurrido durante estos meses, ojalá tengamos la capacidad de
hacerlo desde lo que tenemos, y no desde lo que nos falta. Claro que ha sido un
año absolutamente atípico, que el Covid-19 ha dado al traste con numerosos
proyectos y empresas, pero aun eso nos ha hecho crecer, poniéndonos en
situación de adaptarnos, de buscar nuevas alternativas, de cambiar. Y el cambio
es crecimiento, evolución. Es aprendizaje.
Es
muy posible que la lectura que hagamos de nuestra situación incida
decisivamente en la actitud con la que empecemos el nuevo año: si frustrados y
resentidos, o proactivos y entusiasmados.
No
se trata de renunciar a lo que queremos, de “conformarnos” pasivamente, en el
sentido de darnos por satisfechos. Pero debemos recordar que hasta el personaje
de Crescencio Salcedo, compositor colombiano autor de temas como Se va el
caimán, La múcura y Mi cafetal, terminaba el año inventariando los bienes que
tenía en su haber, a saber, una chiva, una burra negra, una yegua blanca y una
buena suegra.
Linda D´ambrosio
linda.dambrosiom@gmail.com
@ldambrosiom
@ElUniversal
España-Venezuela
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