Pero sus resultados son muy magros. En el año 2016, 61
líderes sociales fueron asesinados, en 2017 fueron 84, en 2018 aumentaron a
115, en 2019 se incrementaron a 108 y en 2020, en medio de la pandemia mundial
del COVID, hubo registros de 133 asesinatos. Este año ya arrancó muy mal. El
Tribunal de Paz creado por el histórico acuerdo, ya denunció que los primeros
días de este año fueron los más violentos desde 2016.
Cuesta entender como esta lacra no puede ser
perseguida y combatida pero los representantes gubernamentales se escudan en el
hecho de que el 70% de los casos, los perpetradores de la violencia son grupos
armados ilegales que operan en las zonas de cultivo de la coca. Si. La realidad
es que el desmantelamiento de estos grupos es una tarea lenta que se compone,
por una parte de acciones de persecución y de seguridad territorial, aunada a tareas
de reforzamiento legal y de justicia.
Pero es que dos cosas se juntan en Colombia para que
los crímenes de esta naturaleza mantengan su siniestra vitalidad. Una es la
falta de compromiso del gobierno de Iván Duque –heredada en buena parte de las
políticas del expresidente Alvaro Uribe- en favor de la implementación de los
Acuerdos de Paz. Llenar el vacío territorial que han dejado las FARC tenía que
haber sido una inmediata prioridad. Lo contrario ha conformado un ambiente
ideal para que las disidencias guerrilleras ocupen los espacios y promuevan el
odio y la retaliación en contra de la población en general y particularmente de
los líderes visibles de las derechas y defensores de los derechos y de la
legalidad. Una vez que el rol del Estado en las zonas apartadas se percibe como
inexistente, las nuevas fuerzas del mal se encargan de intimidar, de crear un
nuevo régimen de rendición de cuentas y se aseguran que los líderes se percaten
de las amenazas que se ciernen sobre ellos.
La otra es que, sumergido en la atención que requieren
problemas coyunturales como la pandemia y la avalancha migratoria venezolana,
el abordaje de los temas de seguridad y prevención en el interior del país no
ha tenido ni fuerza, ni vitalidad, y menos aún convicción. Las instituciones
que se ocupan de estos temas dentro del gobierno colombiano son unas cuantas,
pero la falta de coordinación entre ellas es lo ordinario. Por citar solo
algunas, allí actúan en terrenos colindantes, la Subdirección Especializada de
Seguridad y Protección de la Unidad Nacional de Protección, la Unidad Especial
de Investigación de la Fiscalía General de la Nación, la Comisión Intersectorial para la Respuesta Rápida a las Alertas
Tempranas de la Defensoría del Pueblo, La Comisión de la Verdad, la Comisión
Nacional de Garantías de Seguridad, el Consejo Nacional de Reincorporación.
Otros tantos grupos de acción y de evaluación operan en el territorio vecino
del lado de Naciones Unidas pero, de igual manera, cada cual con una agenda
propia.
La violencia no va a ceder en este 2021 y mientras más
se acerque el período electoral, la inestabilidad que ella genera jugará a
favor de un cambio que difícilmente apoyará lo fallido del gobierno de Iván
Duque.
El acuerdo suscrito con las FARC dista mucho de ser
perfecto. Su virtud única es haber dejado atrás décadas de lucha contra el
principal movimiento guerrillero. El gobierno no ha sido entusiasta de la
puesta en marcha del acuerdo, pero esta laxitud, lejos de beneficiar a sus
compatriotas terminará por dejarles un legado de violencia incontenible de la
están beneficiando grupos irregulares, agentes del narcotráfico y de
explotaciones ilegales y los restantes alzados en armas que no se plegaron a la
Paz de La Habana.
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