En
medio de un ambiente dominado por la incertidumbre acerca de la eficacia de las
medidas que deben adoptarse, Estados
Unidos, la Unión Europea, Canadá y varios gobiernos democráticos
latinoamericanos, como el de Colombia y Brasil, optaron por aplicarle sanciones
al régimen de Nicolás Maduro. Se oponen a cualquier tipo de intervención
armada, pero consideran que presionar a través de las penalizaciones es la
forma más eficiente de forzar cambios democráticos en Venezuela.
La
primera de esas reformas consiste en lograr la convocatoria de unas elecciones
libres, transparentes y competitivas para presidente de la República. El punto
de quiebre del régimen con la comunidad internacional fueron los comicios de
mayo de 2018, cuando Maduro se reeligió mandatario, luego de que la
Constituyente convocada por él en 2016 -con el fin de anular la Asamblea
Nacional electa en 2015- llamara a unas votaciones que las naciones democráticas consideraron
ilegítimas. Esa ruptura fue la culminación de una larga cadena de abusos del
gobernante vernáculo: la feroz represión desatada por los cuerpos de seguridad
en 2014, con motivo de La Salida; la condena contra Leopoldo López, a pesar de
que no existía ningún indicio serio que lo incriminara como responsable directo
de la violencia generada durante las protestas; el total desconocimiento de la
AN electa en diciembre de 2015; la creación de ese adefesio llamado Asamblea
Nacional Constituyente, cuyo costo aún sigue siendo un misterio para los
venezolanos; la interrupción del referendo revocatorio que podría haberse
llevado a cabo a finales de 2016 o a inicios de 2017.
Todos
esos episodios, ocurridos en un lapso muy breve, les permitieron a los factores
de poder internacional armar un largo expediente contra Maduro. Fueron los datos
empíricos a partir de los cuales Estados Unidos, la Unión Europea y los demás
países optaron por castigar los desmanes de Maduro. No se trata, por lo tanto,
de un modesto mandatario de un país subdesarrollado que ha sido perseguido por
las potencias imperiales. Para nada. Lo ajustado a la verdad es señalar que la
comunidad internacional ha venido reaccionando desde 2014 a los daños, la
brutalidad y arbitrariedad de un personaje colocado al margen de la
Constitución y de la legalidad que sus propios correligionarios elaboraron a
partir de febrero de 1999, cuando llegan a Miraflores.
Algunos
analistas vinculados con la Mesa de Diálogo Nacional olvidan de forma interesada la historia
verídica. Se refieren a la ‘complicidad’ de la oposición con las sanciones e,
incluso, de ser responsable de que se mantengan. Tales afirmaciones
constituyentes adulteraciones de la realidad. La verdad es que el régimen de
Nicolás Maduro representa un incordio en un continente que, en medio de
numerosas trabas, intenta ceñirse a las reglas del modelo democrático:
elecciones periódicas transparentes y competitivas, acato a la voluntad de la
mayoría, gobiernos alternativos, respeto al Estado de Derecho, a las autonomía
de los poderes públicos, a la oposición y a las minorías. Reglas básicas de la
convivencia democrática. Maduro no sigue ninguno de estos preceptos. Su
obsesión se reduce a atornillarse al poder, sin importarle cuánta ruina cause,
cuánta gente se hunda en la miseria, cuántas empresas quiebren y cuánta gente
se disperse en desbandada por los países vecinos.
Maduro
no solo es una tragedia nacional. Ya es una desdicha internacional que la
padecen las naciones de Suramérica,
Florida y España. Pero que, sobre todo, la sufren los humildes emigrantes que
deben soportar la pobreza, maltratos y humillaciones de personajes como Claudia
López, alcaldesa de Bogotá; de algunos tenebrosos candidatos a la
presidencia de Perú; o de grupos de
exaltados xenófobos surgidos en América Latina.
Ya
dudo de la eficacia de insistir en las
sanciones. No han servido para hacer cambiar o hacer recapacitar a Maduro. El
gobernante venezolano ha sido inflexible a pesar de los castigos. Sin embargo,
lo más probable es que la ausencia de penas no
habría modificado su conducta arbitraria. Comparto la opinión de Ricardo
Hausmann. Hoy sería igual de autoritario, pero contaría con el beneplácito
explícito o implícito de las naciones que hoy lo condenan.
Parece
que la alternativa consiste en aplicarle un torniquete diplomático
internacional en el cual también actúen China y Rusia. La reacción de ambos
gigantes ante el golpe de Estado en Birmania
no permite abrigar muchas esperanzas. Tendremos que ver los próximos
pasos que da Biden. Entonces podremos tener una visión más completa.
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
Venezuela
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