Gabriel
Marcel descubrió que el mejor “método” para comprender la realidad era intimar
con ella: dejarse tocar; dejarse implicar. Caminamos “entre” personas y cosas,
como diría Xavier Zubiri, y así como él exhortaría a “habérnosla con la
realidad”, de igual modo Marcel describiría el hecho de “atender una llamada”
como el mejor método para acceder al otro. Su experiencia como voluntario en el
Departamento de desaparecidos durante la Primera Guerra Mundial le ayudó a
descubrir lo valiosa que era toda persona humana para una familia. Diría que
mientras pensaba en el “yo trascendental” de Fichte, la crudeza de la realidad
le enfrentó con los hombres concretos. Responder, día a día, a las llamadas de
esposas, padres, madres o hijos que preguntaban por sus seres queridos,
albergando siempre la esperanza de que estuviesen vivos, le abrió al mundo de
la intimidad de los demás.
Algo
similar pasaría a otros filósofos que vivían inmersos en circunstancias
parecidas, pues ver morir a hombres jóvenes en un hospital, cuando apenas
empezaban la vida, como experimentó Edith Stein, mueve inevitablemente el piso
a toda persona sensible que no renuncie a buscar algún tipo de sentido a tanto
dolor.
De tan
patente, lo real puede pasar inadvertido. Sin darnos mucho cuenta, las personas
pueden hacérsenos también distantes. Y sin diálogo, nosotros mismos podemos
terminar siendo extraños para nosotros mismos. No tendríamos por qué descubrir
la cercanía del otro a través de experiencias tan traumáticas como la guerra,
pero es cierto que las crisis nos sacuden y recuerdan el valor de la vida. El
amor puede -y debe- abrirse paso en la intimidad de todos a la luz de la mirada
de un ser querido. También sucede, sin embargo, que estos momentos no perduran
como querríamos. La muerte irrumpe en las historias familiares sin previo
aviso, como experimentó Marcel cuando perdió a su madre estando muy pequeño;
por eso su búsqueda del sentido de la vida enlazaría en él con el valor del ser
humano concreto y con la apertura a la trascendencia, pues su mamá, como pensó,
debía estar viva en alguna parte.
Asombra
cómo algo tan sencillo como responder una llamada, escuchar una voz desconocida
que pregunta por un hijo y según sea la respuesta, acoger el llanto o el dejo
de esperanza que le sigue, genera un vínculo entre desconocidos que se hacen
pronto cercanos por la comunicación. La apertura a la escucha, la respuesta que
pueda darse y la conversación que pueda surgir, deriva en una comunión de
subjetividades que enriquece a las partes. Cuando un alma se abre al diálogo
está de algún modo compartiendo su vida, su intimidad, su modo de ver las
cosas. La voz, los gestos, las expresiones, la mirada, no son simples
accidentes que adornan los pensamientos; son, por el contrario, instrumentos de
un todo complejo que habla y se constituye en palabra viva.
La
experiencia de acercarse al otro para entrar en su mundo y compartir con él el
propio, amplía la mente y ensancha el corazón. Un hombre crece cuando se
aproxima a un semejante sin pre-juicios: sin pretender saber algo de una
intimidad que no le ha sido confiada todavía por su dueño. En este sentido, la
vida íntima es “suelo sagrado”, como leí alguna vez en un artículo anónimo.
Esta sacralidad de la conciencia (asociada a esa intimidad) debería imponer
silencio a nuestros presupuestos. Ante el otro vale quitarse las sandalias como
lo hizo Moisés en el suelo santo, pues la mejor interpretación es la que se
inclina a reconocer que uno sabe siempre poco de una vida que desconoce.
La
experiencia del trato con los hombres concretos fue contrastada por Marcel con
las “abstracciones” con que generalizamos. Lo más propio de cada uno; esa
especificidad de nuestro obrar; nuestras razones, motivaciones, conflictos no
concientizados o irresueltos, son todos aspectos de esa compleja
trama en que consiste la lucha íntima de todo hombre que busque la verdad
(sobre él mismo y sobre todo aquello que le inquieta).
Escuchar lo
que otro lleva por dentro; atender a su mirada y gestos; a un lenguaje corporal
que dice todo de él mismo, abre al don de entrar en un ámbito vital diverso al
nuestro para acoger lo que el otro quiera dar a conocer. A veces, sin embargo,
lo no-dicho es legible a esos que logran interpretar, en el silencio, lo que
resulta indiscernible a los propios interesados.
Ante el
temor de la impersonalidad y la disgregación del “yo” con que amenaza la
excesiva exteriorización, Karol Wotyla y Edith Stein hacen ver que lejos de
perdernos en la muchedumbre al compartir el propio mundo interior, la comunión
con el prójimo enraíza a cada quien en su “yo” más íntimo: le fortalece en sus
particularidades si, tras la salida hacia fuera, se ha sabido volver hacia
dentro para reflexionar. Las relaciones intersubjetivas abren a un conocimiento
más profundo de uno mismo en virtud del contraste que ha hecho relucir lo
propio de lo distinto (susceptible de ser o no integrado). Comulgar con los
hombres no tiene por qué implicar dejar a un lado la propia identidad.
Significa, por el contrario, ensanchar el espectro de la mirada al verse uno
precisado a abrirse a una novedad: a un modo distinto de ver el mundo. El
contraste puede ayudar a advertir lo que precisa de algún cambio en uno, pero
también a que lo más íntimo arraigue con mayor fuerza. Lo fundamental de la
propia experiencia puede muy bien reafirmarse en el contraste con lo distinto y
siempre, sin duda, salir enriquecido.
Todos somos
únicos. Las diferencias no son solo culturales. Dicen también relación a las
inquietudes, la educación, la sensibilidad, las creencias, los influjos de toda
índole y al modo en como cada quien ha podido asimilar una experiencia
compartida. Si bien es cierto que toda conversación debería, en principio,
nutrirnos, no es menos cierto que hay un aspecto crucial para que todo diálogo
rinda su fruto; para que el encuentro con otro derive, efectivamente, en una
comunión de subjetividades y no en un encapsulamiento en uno mismo (en dos o
más “sí” mismos).
Este
aspecto a que me refiero es la sinceridad: la verdad que debe fundar un
encuentro real tanto con el otro como con uno mismo. La relación yo-tú es la
básica, pero esta depende de una más íntima: la del yo consigo mismo. Ambas,
sin embargo, son interdependientes, pues la verdadera interioridad impulsa a la
donación de uno mismo al otro. Lo contrario sería un intimismo que derivaría en
el extrañamiento de uno mismo. En el silencio del desierto el eremita habla con
Dios: no está solo, pues intima con El, al tiempo que ora por los hombres. El
vacío de sí mismo, logrado tal vez (si se ha logrado) en el apartamiento del
mundo, se troca en la llenura del amor de Dios. Si esto no fuese así, la
soledad acabaría en un vacío equivalente a la nada y donde no hay logos tampoco
hay palabra; y en esa nada que es vacío no puede haber amor: el verdadero fruto
del encuentro real.
El
intercambio de intimidades es comunión: es una mutua donación. Constituye una
relación de amor de la que brota toda comunidad. La incomunicación, en este
sentido, deriva en el aniquilamiento del propio “yo” (en el sentido de
anulación; no de desposesión de la soberbia) y de toda comunidad. No es
gratuito que quien busque dominar pretenda, para ello, desunir a los hombres:
aislar y callar.
Las
relaciones humanas, para ser profundas, deben estar fundadas en la verdad de
quienes se muestran como son. Es cierto, sin embargo, que mucho de lo que somos
no ha llegado tal vez al nivel de la conciencia. Por eso importa saber que
muchas veces no estamos propiamente ocultando algo en particular. En otras
oportunidades sí se miente, bien sea por inconsistencia o por malicia: un punto
de partida
endeble que resulta siempre en obstáculo para una relación de amor profunda,
pues sin transparencia no hay una completa donación.
El diálogo
no agota nunca un proceso que es continuo por estar nosotros sujetos al tiempo.
Por más honestidad y amor involucrados, en lo más íntimo somos, además, para
nosotros mismos, un misterio, como dice Wojtyla. El alma tiene un fondo en el
que puede reconocer que está Dios: ese ser que le ha creado y le habla; ese ser
al que se le entiende amándolo y le llama desde la profundidad de sus cavernas
(las potencias del alma para san Juan de la Cruz). Pero así como no puede tener
acceso directo a otra persona1 ni a mucho de eso que somos en lo más íntimo
(por insondable), así tampoco podemos tener un acceso directo a Dios en este
mundo.
El diálogo
comienza con los otros más cercanos, continúa con nosotros mismos en la
reflexión, y enlaza con Dios, en virtud de esa vocación a la trascendencia que
explica nuestra naturaleza relacional.
Ofelia Avella
ofeliavella@gmail.com
@ofeliavella
UNIMET-UCAB
Venezuela
ofeliavella@gmail.com
@ofeliavella
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Venezuela
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