El título de las presentes líneas se propone dar
cuenta, en sus aspectos esenciales, del nervio central que anima la serie de
las figuras “épicas” que, a lo largo de los últimos veinte años, ha ido creando
el régimen criminal que mantiene bajo secuestro a Venezuela. Dichas figuras
son, entre otras, las de los “patriotas cooperantes”, las “milicias”, las
“reservas”, los organismos de seguridad e “inteligencia” policiales y
parapoliciales, los “círculos”, las “unidades de batalla” –o squadre della
morte fascistas–, el “pranato” y los capos de las “zonas de paz”. Todas las
cuales, en realidad, conforman la reproducción ad infinitum de una única figura
central de la conciencia gansteril: la figura del paramilitarismo múltiple y
generalizado. El malandraje, en efecto, también tiene su logos.
Mención aparte de la irrupción de los “bachaqueros” o
de las resignadas víctimas del “carnet de la patria”, estas figuras, a todas
luces espurias, que se reproducen sin cesar, que parecen haber salido de una
cadena de montaje imaginaria, mítica, premeditadamente diseñada para rampar en
el charco de la vulgaridad y la violencia que caracteriza la esclerosis
múltiple de un socialismo “de oídas o por vana experiencia”, no son más que la
consecuencia necesaria de una sociedad secuestrada y condenada a sobrevivir
según los dictámenes de un modelo lumpen proletario de existencia. Este es el
inexorable destino –Bestimmt– de toda pobreza de Espíritu. Pero, en todo caso,
su nervio central, la fuente de donde emanan de continuo todas esas figuras del
terror, es la ética de la gansterilidad.
Benedetto Croce, en uno de sus extraordinarios
ensayos, muestra cómo los delincuentes, cuyo oficio se sustenta en la
transgresión de las leyes de la moralidad, tienen, sin embargo, sus propios
códigos morales. Forman una sociedad de cómplices que se rige por ciertos y
determinados antivalores, los cuales, por invertidos o, más bien, por torcidos
que puedan llegar a ser, son sus valores, sus reglas de comportamiento, no solo
ante sus “colegas” pandilleros sino, sobre todo, ante sí mismos. Y mientras se
mantengan firmes dentro de los límites de sus códigos y convicciones, las cosas
irán bien y hasta podrían convertirse en un ejemplo para las jóvenes
generaciones de la cultura del barrio –cultura, por cierto, no escrita, aunque
sí transmitida a través del ejemplo viviente y la oralidad–, una vez educados y
preparados para asumir las “labores”, el “trabajo”, “el oficio” de delinquir.
La necesidad, dice el adagio popular, tiene cara de perro.
Si se le preguntara a un gánster si sus actividades
son incompatibles con las creencias religiosas o si el grupo mafioso al que
representa es inconciliable con una determinada afiliación de culto por lo
sagrado y divino, el gánster en cuestión respondería con un “¡no!” rotundo.
Incluso, quedaría sorprendido por la pregunta, porque para él es obvio
responder que “¡sí!”, que no hay ninguna contradicción entre creer en Dios o en
sus Iglesias, y al mismo tiempo formar parte de una organización criminal.
Tanto es así que no se conocen mafiosos ateos. Y se encomiendan con reverencial
fervor ante el santísimo o ante las ánimas del purgatorio, antes de cometer una
fechoría. En las celdas de las cárceles se pueden encontrar numerosos textos
bíblicos, rosarios, cadenas con crucifijos, santuarios, estampas, reliquias
sagradas, “entierros”, entre otros menesteres. Y, entre tanta devoción y
entrega, muy probablemente se encuentren representaciones, tallas, de las
figuras del Negro Primero, Maria Lionza, José Gregorio Hernández, el Indio
Guaicaipuro, etc., nada menos que junto a Jesucristo y -¿quién sabe?- al
mismísimo comandante Chávez. Todos los cuales conforman “la corte malandra”.
Vito Corleone, il Padrino inmortalizado por Mario
Puzzo, no aceptaba que en su próspero “negocio”, levantado con mucho esfuerzo
–y unos cuantos cadáveres sobre sus espaldas–, se introdujera la
comercialización de narcóticos. Afirmaba Corleone que eso terminaría por dañar
las mentes de los hombres del futuro. Y no se equivocaba. Pero las
consecuencias de su negativa, su apego a i codici tradizionali, le salieron muy
costosas. E incluso, fue víctima de una emboscada a pistoletazos como
consecuencia de sus convicciones, lo que terminaría acelerando su propio fin.
Con ello, Puzzo da cuenta de cómo, en el fondo, y dependiendo de las
circunstancias, es decir, del contexto histórico-cultural dentro del cual se
viva, se pueden llegar a introducir nuevas y más vigentes “reglas de juego”.
The things change, pero no de la noche a la mañana: “Ninguna formación social
desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben
dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción
antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado
dentro de la propia sociedad anterior”.
La pauta de semejante relativización de la moralidad
ha sido comprendida y ampliamente reseñada por Max Weber, quien supo distinguir
entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad. En el
fondo, se trata de asumir la obligación de responder –y esto es, por cierto, lo
que significa “responsabilidad”– con una determinada acción ante una
determinada circunstancia. Lo cual siempre dependerá de situaciones y factores
específicos, a pesar de que existan los llamados “principios generales”. Que un
político actúe según los criterios de la ética de la responsabilidad significa
que deberá evaluar sus acciones sobre la base de las posibles consecuencias
para sí mismo y para el resto de la sociedad, es decir, sopesar los eventuales
beneficios y perjuicios que la decisión en cuestión pudiese acarrear. De hecho,
la ética de la responsabilidad se puede sintetizar en una expresión,
injustamente atribuida a Maquiavelo: “el fin justifica los medios”. Pero con
ella se abren las compuertas de su “fase superior”: queda abierto el camino
para la siempre cambiante, camaleónica, ética de la gansterilidad.
José Rafael Herrera,
jrherreraucv2000@gmail.com
@jrherreraucv
Venezuela
No hay comentarios:
Publicar un comentario