El primer sitio de aguas que conocí fue el lago de Maracaibo. Por eso mi memoria cuando regresa a ese mágico momento, se impregna de una frescura dulce, de un aroma a palmera mañanera que mece sus ramas y deja colar la luz de un sol que alumbra de tanto brillo. El lago es una memoria infinita, una inmensa masa de agua dulce que nunca termina de dar, de ofrecer. Un agua fresca que entibia tristezas y a la vez, agrada y otorga sonrisas de placer.
Solía mi madre hablarme del lago mientras en casa se escuchaba su máquina de coser y en la cocina salían los olores familiares. Entonces, cuando íbamos montados en el ferry Carabobo para la costa oriental, a Santa Rita o Palmarejo, yo dejaba que mi mirada se perdiera entre las olas y más allá, entre la isla de Lázaro y los cayucos y piraguas que se entrecruzaban con el vetusto amasijo de hierro que flotaba como un viejo lagarto de agua.
Mi asma cesaba entre la algarabía de pasajeros y la estridente música donde el cantautor, Armando Molero, saludaba en versos la historia de la ciudad lagunar. Todo era para mí grata fortuna mientras miraba, siempre bajo el alado brazo de mi madre, los sonrientes rostros que se entremezclaban con los pájaros y delfines que se acercaban a la embarcación.
Después, cuando el viejo ferry llegaba al embarcadero, aprendí a caminar descalzo sobre la arena del lago. Una orilla de aguas tibias y claras como un día de verano. Atrás escuchaba la rocola con la voz de Lila Morillo, Javier Solís, Felipe Pirela, y, después, con Julio Jaramillo. Todo un día entre las aguas del lago. Entonces mi pecho y mi ánimo cambiaban mientras descubría los olores, sabores, nuevos sonidos y en el silencio de mi memoria se iban agolpando las sensaciones de una vida vinculada al agua dulce del lago marabino.
Después supe del atardecer mientras subíamos de nuevo a la embarcación. La tarde noche caía entre las aguas del lago que resplandecían con la luna. Yo aprendí a asociar esa luz con la noche de mi soledad. Ese reflejo lo encontré, años después, mientras de noche caminaba por el viejo malecón de la Angostura del Orinoco, frente al río. Agua dulce y fría, donde también reconocí esa luz tenue entre sus aguas.
-Ya son más de sesenta años de aquellos tiempos, me digo ahora, y, sin embargo, la luz de esos atardeceres en medio del lago sigue reflejando en mi memoria los recuerdos de la primera vez; el primer olor de agua dulce, la primera mirada del amanecer sobre el lago, el primer sonido de las olas contra la vieja embarcación, las primeras voces de los pescadores saludando desde sus cayucos.
He conocido después el agua de la mar Caribe y de otros mares, océanos, lagos, ríos, y, aunque reconozco en ellos cierta similitud, cierta gota que les emparienta, no son la gota ni la calidez que acaricio entre mis manos y llevo en la memoria como un talismán
El agua de mi lago tiene memoria de amantes, de endiabladas mujeres que sumergieron su desnudez y embellecieron el alma. De vírgenes que deslumbraron en diminutas maderas. De hombres que bautizaron en sus aguas su descendencia y entremezclaron sus lágrimas en su abandono. De ancianos que saciaron su sed y aprendieron el habla de duendes y hadas.
Ahora todo vuelve a ser asombro y sentimiento, estremecimiento y deseo de una nueva y otra vez, un infinito repetir el viaje, la esperanza, la dicha que colma las ganas del nuevo día para embarcar, para viajar sobre las mágicas aguas y ser mecido por las olas de una inmensidad con tanta historia. Un sitio de aguas donde la fantasía, las leyendas ymitos son verdades que se transmiten de una a otra voz, con la misma pasión, con el mismo sentimiento. Mientras todos aprendemos a mirar el lago desde nuestras orillas y tener la absoluta certeza de ser atendidos, confortados y siempre reconocidos entre la brisa que de noche acaricia los rostros de quienes nunca jamás lo olvidamos.
Juan Guerrero
camilodeasis@hotmail.com
@camilodeasis
@camilodeasis1
Venezuela
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