domingo, 8 de noviembre de 2015

SAÚL GODOY GÓMEZ, EN LAS BARRICADAS, (ÉSTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO EL 03-03-2014 EN UN MEDIO DIGITAL)

A las 5pm llegamos a Plaza Altamira, en Caracas, uno de los sitios de concentración de los estudiantes que protestaban contra el gobierno de Nicolás Maduro; las razones eran varias, entre ellas la brutal represión del gobierno a la manifestación pacífica, al intentar acallar la protesta, obligando a pedir permisos, prohibiéndola, generando los chavistas sus propios actos públicos, para entorpecer y desplazar a los muchachos, al aplicarles el blackout informativo a sus eventos, de modo que nadie se enterara de sus reclamos, y hasta interviniendo la señal de internet y de telefonía, para hacer lento el envío de mensajes… la toma de vías públicas era una medida desesperada, y estaba funcionando.

Llegar a nuestro destino fue complicado, las calles estaban trancadas con basura, troncos de árboles, alcantarillas, que la gente ponía para contribuir con la causa de los jóvenes y evitar el paso de los saboteadores de oficio, conocidos como “colectivos”.
Tomamos rutas alternas - “caminos verdes”, les decimos - teníamos que atravesar la ciudad del sur al norte, para luego virar hacia este; a esa hora, ya muchas avenidas estaban cerradas y el tráfico vehicular colapsado.
Pasamos por la Plaza Venezuela, un lugar céntrico al norte del río Guaire, había bastante gente en la calle, muchos negocios estaban cerrados, uno de los muchachos que me llevaban a la protesta me advirtió
- Mosca! ésta es zona de colectivos…
Y efectivamente, en una esquina, estaba un grupo de motorizados, algunos con camisas rojas, otros con las franelas estampadas con la mirada amenazadora de Chávez, conversando entre ellos; tres sujetos se habían apostado un poco más adelante, escrutando atentos a los carros que pasaban, y se quedaron mirando fijamente a nuestra camioneta. Yo era la persona más adulta del grupo, los saludé para disipar su desconfianza, lo menos que deseaba era un encuentro temprano con esos paramilitares chavistas.
Seguimos rumbo hacia el norte buscando La Cota Mil, a las faldas del cerro El Ávila.
Había nerviosismo y expectativa dentro del auto, me llevaban a realizar un reportaje sobre lo que estaba sucediendo con la protesta estudiantil, fui contactado por este grupo de universitarios, que sabían de mi existencia por mis artículos y querían llevarme para que viera lo que estaban haciendo y porqué; querían que escribiera algo, necesitaban dejar registro de lo que estaba sucediendo, el mundo entero tenía que enterarse, el sacrificio de las vidas de los estudiantes asesinados y torturados por el gobierno no podía quedar olvidado.
Algunos de los jóvenes revisaban sus mascaras antigases, que no eran otra cosa sino mascarillas de pintor desechables, otros buscaban, en sus móviles, los últimos reportes del frente de batalla.
-En las Mercedes hay 15 detenidos, los están bombardeando con gases… todo está lleno de humo.
Me enseñó las fotos y la verdad era que sólo se veía edificios, en medio de una espesa nube blanca que parecía salir del piso. Ese día había dos objetivos: Las Mercedes y Altamira; el plan de los manifestantes era llegar hasta la autopista Francisco Fajardo y trancarla, nada menos que la principal arteria vial este-oeste de la capital.
La Cota Mil estaba despejada, la música hip hop que escuchábamos era enervante, se nos adelantaron varias patrullas y ambulancias en silencio, varias salidas de la avenida estaban cerradas, efectivos de la policía hacían señas a los conductores para que continuaran.  Afortunadamente, la entrada de Altamira permanecía abierta, y pronto estábamos bajando por la Avenida Luis Roche, hacia nuestro destino. En el trayecto, pude ver personas con vestimenta deportiva, que bajaba de El Ávila, dueños paseando a sus perros, avizoré una enorme fila de gente haciendo cola ante una farmacia, que tenía las puertas cerradas y atendía por una ventanita, la escasez de productos era general ya no sólo de supermercados, eran comunes las colas de personas en las ferreterías, en las librerías escaseaban los buenos libros, también faltaban medicinas, repuestos de automóviles… estábamos viviendo en una economía de guerra.
La policía de Chacao dirigía el flujo de vehículos, que era lento, los restaurantes de lujo de la zona, aunque cerrados, tenían clientela, esto se deducía de la cantidad de autos aparcados al frente; vimos un grupo de escoltas, en sus motos, fumando y conversando, mientras esperaban a sus jefes que, de seguro, estaba dentro del local, libando y comiendo con clientes o amigos, por supuesto, eran altos funcionarios públicos, de los pocos que se podían permitirse aquel lujo en tiempos de hiperinflación.
Luego de varios intentos, conseguimos puesto en un estacionamiento, casi todos estaban cerrando por miedo a que las cosas, en la plaza, se salieran de control.  Nos unimos a un torrente de gente, la mayoría jóvenes, que bajaban a pie. Noté que los carritos de perrocalientes y hamburguesas estaban llenos de comensaless, muchas motos, manejadas por civiles, se mezclaban en la calle; al cabo de una cuadra, el olor a gases lacrimógenos me asaltó el olfato, empezaron a aparecer las barricadas con basura y cauchos ardiendo entre los escombros acumulados, también empecé a escuchar las detonaciones.
Los jóvenes se preparaban para lo que habían venido a hacer, algunos se ponían una pasta blanca en el rostro (un antiácido, para evitar las irritaciones), otros empapaban los pañuelos con vinagre para ayudarse a respirar, unos hacían calistenia para calentar los músculos (principalmente, para tirar piedras y correr), un grupo preparaba sus “smart-phones” para dejar constancia, en fotos y grabaciones, de sus intervenciones de ese día.
Al entrar a la Plaza Altamira se reveló el espectáculo en toda su magnitud, había una muchedumbre moviéndose en diferentes direcciones, el ruido era ensordecedor, unas muchachas golpeaban con piedras los postes metálicos del alumbrado público, se escuchaban atronadoras cornetas e insistentes pitos, las bocinas de las motos, el ruido del helicóptero militar que sobrevolaba la zona, el lejano ulular de las patrullas, los gritos de consignas como “Maduro, vete ya”, y una profusión de máscaras, como la del personaje de la película “V de venganza”, todo entre una decena de fogatas y el envolvente y tóxico humo de cauchos quemados y gases antimotines.
El obelisco que distingue a la plaza me parecía ahora extraño, como un monumento alienígena en el punto central de aquella congregación de jóvenes con los rostros ocultos por pañuelos y mascaras antigases, casi todos portando morrales y gorras, algunos sin camisa.
Era un espectáculo desconcertante con su propia y aleatoria coreografía, los estudiantes presionando por llegar a la autopista Francisco Fajardo, hacia el sur, y la Guardia Nacional empujando a la multitud hacia el norte… en el medio esos vórtices de gente, que veces caminaban y en otras ocasiones corrían, sobre nuestras cabezas, se veía ese intrincado tejido de las trazas de humo, que desprendían los proyectiles de gases y que explotaban cuando descendían, dividiéndose en tres bombas que se dispersaban sobre el terreno.
-Vean para arriba…- gritaba alguien, alertando a la gente sobre las bombas que caían, la gente se apartaba y entraban algunos jóvenes, rápidamente y con guantes de carnaza, para tomar las bombas y arrojarlas, de nuevo, hacia donde estaba la guardia o hacia al espejo de agua de la plaza, para neutralizarlas entre el entusiasmado aplauso de los presentes.
-Los contenedores de los gases se “superenfrían” cuando los disparan, si los tocas con la mano, te queman- me instruyó uno de mis acompañantes, que no me dejaba solo- lo más peligroso es que te caigan en la cabeza.
Los muchachos de ojos llorosos subían de los alrededores de la Torre Británica, donde estaba la línea de batalla, algunos escupían baba, otros vomitaban, e inmediatamente eran atendidos por muchachas que, con potes de agua, les lavaban la cara y los acostaban en el suelo, para que se recuperaran; una muchacha inconsciente fue llevada en brazos a un puesto de salud del municipio.
Un muchacho de barba, que subió corriendo hasta donde estábamos, con la mascarilla en la frente, gritaba - No se queden aquí, hay que bajar… tenemos a un grupo de compañeros atrapados allá abajo… hay que rescatarlos… vamos, no se frenen… luchamos por Venezuela, 14 años de tiranía es suficiente…
La arenga funcionó, una nueva corriente de jóvenes emprendió su ruta hacia la avenida Francisco Fajardo, donde se levantaba una espesa cortina de humo.  Me impresionó la cantidad de chicas bellas que estaban luchando ese día, hombro a hombro, con los muchachos, castigando a la Guardia Nacional y siendo castigadas por ellos, en igualdad de condiciones y llenas de un valor que arrugaba el corazón, ¿Sus padres tendrían alguna idea de lo que estaban haciendo sus hijas en ese momento?
-Tenemos que bajar, Saúl- me dijo mi contacto- tenemos que ver el frente, para que cuentes lo que allí pasa… te consigo una máscara…
Efectivamente, a los pocos momentos volvió con una máscara antigases, de esas que usan los bomberos industriales, amarilla, de hule aceitoso, con dos grandes vidrios por ojos y un filtro horizontal sobre la boca; cuando me la puse, la capucha me cubría hasta los hombros y mi aspecto debió ser el de un extraterrestre, pero allí nadie se fijaba en esas cosas.
Tres jóvenes me sirvieron de escolta hasta la avenida; sorteamos las barricadas y una lluvia de bombas lacrimógenas, es sumamente difícil caminar entre escombros en el medio del humo y estar pendiente de lo que te cae del cielo, al llegar a la acera opuesta corrimos hacia la Torre Británica mientras escuchábamos a nuestras espaldas el coro de cien gargantas enardecidas “Quienes somos, estudiantes, que queremos, libertad”, allí pude ver, por primera vez, el piquete de la Guardia Nacional Bolivariana, dispuesto como una pared de escudos que me recordó las formaciones de las legiones romanas, los muchachos les lanzaban piedras, que rebotaban con furia en los escudos plásticos de alta resistencia; detrás de la línea de guardias había dos tanquetas antimotines.
Unos guardias de avanzada, que en grupos de tres se movían entre los edificios, eran los que disparaban las bombas lacrimógenas, llevaban colgando un saco cargado de proyectiles; los jóvenes me habían informado que cada bomba costaba 30 dólares, que eran hechas en Brasil, según mi improvisada cuenta, en los quince minutos que había permanecido en la plaza, se habían gastado no menos de 25.000 dólares en bombas, el sonido de las detonaciones era continuo, pareciera que había algún tipo de cañón que las disparaba en seguidillas, y pensé en el negociado que había detrás de aquellas compras militares y en las cantidades de dinero que se habían pagado en comisiones, una fiesta para los corruptos.
Nos unimos al grupo de estudiantes que estaban en primera línea, no había rastro de los muchachos atrapados, la guardia avanzaba, paso a paso, detrás de sus escudos protectores; nuevamente, fuimos precedidos por un número indeterminado de núbiles guerreras, que estaban allí arriesgando el pellejo frente a los ejércitos de la noche, esos que no respetan ningún derecho humano al momento de reprimir, muchachas apenas salidas de la adolescencia, fajadas, como las buenas, sin miedo, “mentando madre”, retando a pedradas a aquellos monstruos, sirvientes del fascismo más primitivo; era conmovedor verlas luchando por su futuro, por una idea de patria que nada tenía que ver con la del comunismo que nos robaba la libertad, eran chicas tan arriesgadas que daba miedo verlas, inspirando a los muchachos y sirviéndoles de acicate para cometer actos tan valientes y tontos como el de patear la pared de escudos, a riesgo de que le dispararan con las escopetas que aparecían sin aviso, nunca vi que las dejaran solas.
De pronto la línea de escudos se abrió y salieron los motorizados, dos guardias por cada moto, vestidos de robocop, el parrillero blandiendo la escopeta, una veintena de aquellos monstruos bicéfalos y rugientes se nos vinieron encima. Al grito de “Vienen las motos!” la estampida hacia la plaza fue asombrosa.
Corrimos como pudimos, en medio de unas bombas que giraban en el suelo con un silbido infernal y descargaban su gas fétido. Nos metimos en el primer callejón que encontramos y resultó ser un acceso de servicio entre dos edificios, allí nos encontramos con dos Guardias Nacionales, que estaban escondidos detrás de un contenedor de basura.
Creo que los guardias estaban tan asustados como nosotros, uno de ellos corrió y huyó, el otro fue bloqueado por el más fornido de mis acompañantes y se trabaron en una lucha cuerpo a cuerpo; entre todos le quitaron al guardia su máscara de gas y, cuando lo estaban golpeando en el suelo, los separé.
Entonces me di cuenta de la tragedia de aquella situación, vi al estudiante, con el rostro desencajado por la rabia, y vi el rostro moreno e aindiado del joven guardia nacional, asustado y llorando, ambos debían tener la misma edad; así entendí la perversión de este gobierno, que obliga a sus jóvenes a enfrentarse hasta la muerte, por preservar o defenderse de una ideología inhumana, a nombre de una revolución que sólo está en sus mentes enfermas, por perpetuarse en el poder y seguir medrando de los recursos del país ¿Y eso para qué? ¿Para ver morir a nuestros hijos?, constaté que los estudiantes tienen razón, que el sacrificio es necesario, con toda razón los jóvenes claman es ahora o nunca, un gobierno así no puede perdurar ni un día más.
Soltamos al guardia, nos volvimos hacia la avenida, que había quedado sola, y regresamos a la plaza. Para ese momento, ya estaba sudando a chorros, los visores de la máscara estaban empañados, tenía unas ganas enormes de vomitar, compartía con mis acompañantes el miedo de que, en cualquier momento, surgiera del humo alguna moto y nos atacaran, la plaza estaba sola… el costo físico que implicaba mantener este tipo de protesta era enorme para los muchachos, era extenuante. Cuando llegamos cerca de una de las bocas del Metro, me saqué la máscara, casi asfixiado; en ese momento, ya caía la tarde y apareció de la nada un hombre, flaco y moreno, con una cavita de anime en la mano. -Fresco, agua… está fría, profesor… ¿Le doy una?...
Reí y lloré al mismo tiempo, fueron los gases, el susto, un nudo me apretaba la garganta al ver como estaba mi país. –
Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
@godoy_saul

Miranda - Venezuela

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