Desde hace
meses no dejo de recibir invitaciones a charlas, conversatorios y tertulias que
gravitan alrededor del mismo tema: las razones para seguir apostando por el
país, para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada. No es un tema fácil.
Es complejo por inédito, por extraño a nuestro hábito, por subjetivo y
personal. Es un tema espinoso por el espinoso país que hoy vivimos. Por el caos
que nos rodea. Por la violencia de la marea que golpea nuestras certidumbres y
ataduras.
Ahora bien,
ocurre que habitualmente uno no anda explicando las razones que tiene para no
irse de su casa. Uno, simplemente, está, permanece, hace hogar en ella.
Construye familia. Teje su día a día. Come allí, duerme en ella, la pasea
descalzo, se demora en sus ventanas, erige su biblioteca, pone su música,
domestica su almohada, conoce sus ruidos y caprichos. Es el lugar donde pugnas
con tus gripes, tus despechos o tus resacas. El espacio donde ocurren tus
epifanías y descalabros. Donde más has celebrado la navidad,
En mi casa
está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre favorito, mi carro, mi
lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de librerías, mi estadio de
beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y se pone en mi casa.
Resulta que
mi razón de ser, lo que me explica y define, limita por todas partes con mi
casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y obsesiones.
Tengo una
vida entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo. Es todo el tiempo. Una
vida amueblada por mis años, mis logros y mis mejores fracasos.
Y sucede que
a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa.
*
Generalmente,
cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto, resuelvo, compro, instalo
un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco, llamo, persigo al plomero.
Cuando la basura se acumula en el depósito reclamo, toco la puerta, hablo con
la junta de condominio. Cuando se agrietan sus paredes, cuando se colma de
insectos, cuando la cubre el polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando
la polilla ataca, en todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por
la ventana. Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones. Busco prodigios
que la sanen.
Sí, en estos
tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo se ha corrompido, el agua
sale negra, la luz es escasa, el tronar de las armas eclipsa el bullicio de las
guacamayas, la nevera se ha llenado de vacío y nostalgia, a los insectos se le
han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy un tesoro arruinado,
malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no atenderla. No procurar
remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la despensa de mis esmeros, el
martillo de mi insistencia y su tanto de ética, perspectiva y confianza.
Mi casa está
rota. Y yo me sumo a la reparación. No al adiós. Irme es un verbo posible.
Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico de ganas. Pero entiendo que en cualquier
otro confín seré un extranjero. Un emigrante. Un nómada accidental.
Es una
opción válida, legítima. En ciertos casos, emocionante, y en otros,
atemorizante. Es irresponsable juzgar a quien se va. Irse posee el calibre de
las desgarraduras. El exilio es una palabra llena de piedras. Quien parte
intenta llevarse el peso existencial de la casa. Busca sostenerla desde la
distancia. Toda mudanza es incertidumbre y desvelo. Es una acrobacia
espiritual.
Hay vecinos
que se han ido, otros que están haciendo maletas, ensayando un nuevo idioma,
aprendiendo a usar un GPS. Mis hijos se despiden de sus mejores amigos. Mi
pareja se despide de sus mejores amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus
enemigos.
Le pregunto
a mi hija de 13 años por qué no se iría del país. Me suelta una ráfaga de
sustantivos: la gente, el clima, el idioma, la comida, el paisaje, los amigos.
Y agrega algo inesperado: “me gustaría estar cuando se arreglen las cosas y ver
el cambio”.
*
Hace poco
leí en el blog de alguien un concepto interesante. Decía Daniel Pratt: “migrar
es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar juntos, rendirse, asumir que
no hay manera de arreglarlo. Tienes que divorciarte, perder, naufragar (…)
Desde el momento que partes eres extranjero siempre, hasta en tu propio país”.
Y, vamos a
estar claros, hay mil razones para irse, y quizás solo diez para quedarse. Pero
esas diez razones pueden justificar tu vida.
En estos
tiempos los venezolanos estamos viviendo una experiencia inédita. En esta época
de ideologías y militancias extremas, el desencanto ha hecho que el país esté
advirtiendo el mayor de los éxodos de su historia. Me he topado con la
conmovedora circunstancia de ver a una madre hacer todo lo posible por separar
a su hijo de ella. Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Lejísimo.
Para salvarlo. Para saberlo seguro.
Y,
ciertamente, las migraciones son tan antiguas como la especie humana. No
debería alarmarnos tanto. Cada ser humano está obligado a vivir sus propios
renacimientos.
Pero la casa
no puede quedarse sola. Necesita la atención de sus propietarios. Este
extrañamiento, este estupor colectivo, nos hace comprometernos aún más con el
momento histórico que estamos viviendo.
*
¿Es este el
fin del país? No. Los países no concluyen. Es este un episodio severo. Amargo.
Ruinoso. Se habla de la inflación más alta del mundo. De la escasez más
pavorosa que hemos vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una
violencia sórdida y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto.
Así de grave está la casa, así de extrema la inundación. Sí, hacemos agua por
todas partes. Los pronósticos del tiempo anuncian sólo noticias oscuras.
Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda? Es una opción, pero
¿realmente queremos renunciar a nuestra casa?
Si esta es
la piedra fundacional de nuestros días, ¿qué estamos haciendo para detener su
ruina? ¿Basta con el largo quejido que hoy somos? Si no nos involucramos, toca
renunciar, incluso estando adentro. Dejar que otros impongan la ruta de nuestros
afanes.
Es fácil ser
ciudadano de un país cuando el viento es benigno, cuando el subsuelo es oro,
cuando el peatón ejerce la alegría como contraseña, cuando la comida abunda,
cuando el mar es amable y no hay marea alta en el horizonte.
Pero también
hay que ser ciudadano cuando el país está enfermo, acosado por la indolencia,
atascado en un pantano de errores, cuando es víctima de sus propias
contradicciones. El país, nuestra casa mayor, nos necesita en su adversidad, en
sus fiebres, en la penuria y la borrasca. Querer a alguien es también lidiar
con su infortunio. Si tu pareja se enferma de cáncer, ¿la abandonas?, si tu
mejor amigo cae preso, ¿renuncias a visitarlo?; si tu hijo sucumbe a las
drogas, ¿le das la espalda?, si tu madre comienza a sufrir de Alzheimer, ¿le
sueltas la mano y dejas que camine sola hacia la locura? Supongo que no. Pasa
igual con el país. Si los que aquí insistimos no nos comprometemos en buscarle
cura a sus desvaríos, en otorgarle coherencia y sensatez, entonces no vale la
pena quedarnos.
Repito a
Francois Guizot en su afirmación de que los optimistas son quienes transforman
al mundo. La lección ante nuestros errores acumulados ha sido amarga. Pero es
hora de responder. De apostar duro. De vivir cada día como construcción. De
devolverle a esta tierra de gracia todo lo que nos ha dado, empezando por el
derecho a existir y crecer en su aire, en su luz, en su maravilla, maravilla
que vamos a devolverle con nuestras ganas de seguir perteneciendo a un
gentilicio, de seguir viviendo en la casa grande de nuestra existencia.
Leonardo
Padrón
@Leonardo_Padron
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