Cómo se orquestó
la toma del poder en Venezuela
Como algunos quieren hacer creer, la gran toma del
poder en Venezuela no fue tramada por un solo mariscal, desde su jardín, de
forma maquiavélica
Juan Guaidó en evento ante la sociedad civil en la
Universidad Central de Venezuela. (EFE)
Esta crónica se elaboró luego de consultar varias
fuentes que prefirieron mantenerse en el anonimato y no ser citadas.
En agosto de 1943 se empezó a tramar la famosa
Operación Overlord. Era la toma de la Bastilla, el asalto al Palacio de
Invierno o el ataque de los liberatores; de la Segunda Guerra Mundial. El gran
plan que, en un contexto desfavorable, torcería la historia a favor del otro
bando. Y en Venezuela, los preparativos para el Día D iniciaron en diciembre de
2018.
No existe el Eisenhower caraqueño. Tampoco el
Montgomery zuliano. Como algunos quieren hacer creer, la gran toma del poder en
Venezuela no fue tramada por un solo mariscal, desde su jardín, de forma
maquiavélica. Fueron muchas voces que, en sus espacios, articularon al país —y
al mundo— para fraguar la gran operación política que hoy tiene a Maduro en
jaque. Al tirano en su búnker —su führerbunker—.
“La Constitución me da la legitimidad para ejercer la
encargaduría de la presidencia de la República para convocar elecciones (…) Me
apego a los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución para lograr el cese de
la usurpación”, dijo el entonces diputado Juan Guaidó al mediodía del 11 de
enero de 2019.
Inmediatamente después de lo que fue el inicio de los
cabildos, el primero en saludar a Guaidó como nuevo presidente de Venezuela fue
el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro.
El discurso en el cabildo había sido bastante ambiguo, por lo que Almagro
prácticamente le adhirió, con cemento, la banda presidencial a Guaidó.
Pero la noche anterior ocurrió bastante. Veinticuatro
horas antes del primer cabildo Juan Guaidó no tenía previsto apegarse a los
artículos 233, 333 y 350 de la Constitución. No tenía pensado decir nada sobre
la encargaduría o la presidencia o lo que sea.
Hay que ir más atrás. Unas semanas. Cuando los grandes
responsables de la toma del poder en Venezuela, esos que orquestaron la
invasión caribeña a Normandía, empezaron a cimentar el terreno de la gran
estrategia que llevó a Juan Guaidó al 23 de enero de 2019. El momento decisivo
en el que, cargadas las bayonetas, listos los barcos, las tropas desembarcaron
y marcaron el inicio de un proceso irreversible. Con la juramentación de Guaidó
como presidente interino de Venezuela, Nicolás Maduro entró en el último
período de su mandato dictatorial. Inalterable, invariable. Definitivo.
Preparativos
para el Día D
Afuera de la Casa de las Américas, en Washington DC,
hacía unos ocho grados centígrados. Era 14 de diciembre. El día nublado. En el
despacho del secretario general se repartió café a los invitados: eran el
presidente del Tribunal Supremo de Justicia venezolano en el exilio, Miguel
Ángel Martín; los diputados Francisco Sucre, Freddy Superlano, Carlos Lozano y
Juan Guaidó. Por teléfono estaban Julio Borges y el gran líder de Voluntad
Popular, Leopoldo López.
Se discutía lo que todos coincidieron que era una
oportunidad única. Jamás se había presentado una ocasión tan conveniente en
veinte años de chavismo. La región favorece el cambio con nuevos jefes de
Estado, conservadores, alineados con la Casa Blanca, donde ahora gobierna un
empresario pragmático, enemigo acérrimo del rojerío en el mundo. Además, hay
que designar a una nueva directiva del Parlamento venezolano. Es el momento
para apartarse de una dirigencia que había hecho bastante daño a los ciudadanos
venezolanos y que hoy carecía de prestigio y de credibilidad. Pero lo más
importante, más allá de la posibilidad de refrescar el panorama político en
Venezuela y lo apropiado de una región aliada de la causa, era la oportunidad
de deponer a Nicolás Maduro a través de un proceso plenamente constitucional.
Las discusiones llevaban meses desarrollándose, es
cierto. Cuatro líderes venezolanos que, en coordinación con los principales
actores del continente, buscaban establecer una ruta que permitiera concretar
el desmoronamiento del régimen de Nicolás Maduro. Eran María Corina Machado,
Antonio Ledezma, Julio Borges y Leopoldo López. Pero en diciembre se dieron los
primeros acercamientos —con la ausencia, y a la espalda, en ese momento, de dos
de los líderes—. Y entonces se empezó a coquetear con la idea: enfocar todos
los esfuerzos en un trayecto, legítimo, constitucional, que pudiera ser
respaldado por la comunidad internacional sin el temor de ser catalogada como
compinches de un coup d’Etat.
No hubo consenso. Apenas era una idea que flotaba en
el aire. Como una ficción utópica, parecía demasiado distante porque todo
dependía de un Parlamento que lo único que había podido ofrecerle al venezolano
era frustración. Pero la mayoría de los actores, los sensatos, esos
comprometidos genuinamente con la causa por la libertad de Venezuela, veían en
el artículo 233 de la Constitución la última gran oportunidad para salir de
Nicolás Maduro: quiéranlo o no, a la Asamblea le corresponde asumir su
responsabilidad. Era una obligación.
Se trazaron los planos. Se armó el borrador. Los
Eisenhower, dos en Caracas, otros en Washington, uno en Bogotá y el otro, en
Madrid, empezaron a esbozar el proyecto. Y parte de la estrategia era
presionar. Públicamente y en privado. De lo contrario, el riesgo de que no se
ejecutara el plan —o de que fuera saboteado por enemigos encubiertos— era muy
alto. Había que alzar la voz.
El 21 de diciembre, en un video publicado desde su
cuenta de Twitter, una de los cuatro, María Corina Machado, envió un mensaje a
la Asamblea Nacional de Venezuela. “Se nos presenta una nueva oportunidad”,
dijo, “tenemos que salvar al país”.
“Nicolás Maduro es un ilegítimo. El 10 de enero
concluye un período presidencial y no hay presidente electo. Punto. Hay un
vacío de poder, que tiene obligación de ser llenado por la Asamblea Nacional,
designando un Gobierno de transición encabezado por el presidente de la propia
Asamblea Nacional”, aseveró ese día Machado.
Y el alcalde exiliado, otro de los cuatro, Antonio
Ledezma, hizo lo propio el 23 de diciembre: “El próximo cinco de enero, más que
instalar una junta directiva de la Asamblea Nacional, debe instalarse un
Gobierno de transición. Porque Maduro es ilegítimo”.
Ya la matriz de opinión se estaba formando. Ciudadanos
reconocidos como el diplomático y expresidente del Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas, Diego Arria; el jurista y secretario del grupo IDEA, Asdrúbal
Aguiar; el prestigioso profesor de Harvard, Ricardo Hausmann; y —porque habrá
que insistir en su nombre hasta el final— el secretario general de la
Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, habían clamado la urgencia de
que, ante el vacío de poder que Nicolás Maduro dejaría el 10 de enero, el
presidente del Parlamento tiene la responsabilidad de asumir el espacio.
Aparecieron los antipáticos de siempre. Con altivez,
desde sus tribunas, afilaron sus plumas para reclamar que nadie, desde ningún
espacio, goza de la autoridad para decirle qué hacer y cuándo a la Asamblea. Y
que además, que el presidente del Parlamento se crea, luego, presidente del
país, era una insensatez. Proponían, en concreto, violentar la Constitución de
Venezuela.
En los espacios del mundo donde se traman estas cosas
y se toman las decisiones importantes siguió discutiéndose el tema. Desde la
Organización de Estados Americanos se insistía con empeño en la ruta que lucía
como la más adecuada. Mientras, en la Casa Blanca se aviaban los halcones para,
eventualmente, saltar a la yugular de Nicolás Maduro.
Al clamor de los principales actores de la región y el
liderazgo opositor comprometido con la causa por la libertad, se sumaron los
ciudadanos. Las redes sociales, donde abundan esos ásperos guerreros del
teclado que andaban, testarudos, exigiendo, se llenaron de opiniones incómodas
para los mezquinos. Que cuando sea la falta absoluta de este, entonces es el
otro al que le toca asumir el rollo. Listo. No hay para dónde coger.
Afortunadamente la Constitución es bastante clara. Y por esos días se citaba a
cada rato.
Terminó el año. Las gentes voltearon sus miradas a la
decisión que tomarían los asambleístas en lo tocante a la nueva directiva. Como
ya se hablaba del artículo 233, entonces mucho dependía de quien quedara como
presidente del Parlamento. Pero un evento, antes de la designación de los
nuevos jefes de la Asamblea, irrumpió la atención. Secuestró las miradas. Y un
comunicado, distante de todo lo que se pudiera esperar, marcó un hito.
Fuentes cercanas al proceso dicen que la declaración
que dio el Grupo de Lima el 4 de enero de este año sorprendió hasta al Gobierno
de Estados Unidos. En el comunicado, se lee: “El Grupo de Lima insta a Nicolás
Maduro a no asumir la presidencia, que respete las atribuciones de la Asamblea
y le transfiera provisionalmente el poder hasta que se realicen nuevas
elecciones”.
Ese día, luego de una cumbre realizada en la capital
de Perú, catorce países acordaron no reconocer “la legitimidad de un nuevo
período presidencial del régimen de Nicolás Maduro que iniciará el 10 de enero
de 2019”. Tajante. También transparente. Las potencias de la región, excluyendo
a México —que no suscribió el texto—y a Estados Unidos, impusieron un deadline.
Y, además, se refirieron abiertamente al proyecto que se había empezado a armar
en diciembre: al presidente de la Asamblea Nacional le corresponde asumir las
competencias del Ejecutivo.
Para este momento aún no había consenso entre las
cuatro facciones políticas de la verdadera oposición. Dividida en dos, una
parte se inclinaba más a la idea de un Consejo de Estado conformado por quienes
timoneaban las tres principales instituciones legítimas (la Asamblea, el
Tribunal y la Fiscalía); y la otra, siempre más radical, y alérgica a cualquier
cosa que tuviera que ver con diálogo o elecciones, se mantenía firme en la idea
de subordinarse al artículo 233 de la Constitución. Estos dos, junto a los
otros padres de la Operación Overlord venezolana, salieron envalentonados con
el acuerdo firmado ese 4 de enero en Perú. “Estados Unidos aplaude al Grupo de
Lima por ponerse del lado de la democracia en Venezuela y denunciar la próxima
juramentación ilegal de Nicolás Maduro. Las elecciones en Venezuela fueron viciadas
e injustas”, dijo al respecto el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike
Pompeo.
Por otra parte, la declaración del Grupo de Lima
generó inquina entre aquellos, presuntos opositores, cuyos intereses se veían
amenazados. Desestimaban por completo la idea de un nuevo presidente en el país
—y, para argumentar la postura canalla, blandieron que aquello desencadenaría
violencia, persecución y más confrontación—.
Reuniones. Muchas. Encuentros, llamadas y presiones.
El mundo ya veía, frente a sí, su oportunidad para librarse de Maduro. No iba a
dejar que pasara. Y cuánto inquietaba que aún hubiera discordia entre quienes
tenían que coincidir para que avanzara la toma del poder en Venezuela.
Como se deseaba, Juan Guaidó fue designado presidente
de la Asamblea Nacional. Pese a un acuerdo político al que se llegó en 2015
cuando la oposición se apoderó del Parlamento, existía la angustia con la
posibilidad de que partidos desacreditados sabotearan el pacto que daba a
Voluntad Popular la presidencia. No ocurrió, afortunadamente. La fuerza
política de Leopoldo López logró los votos y llevó a Guaidó al que en ese
momento era el espacio más importante en el país.
Como dicen quienes lo trataron durante los
preparativos del Día D, Guaidó siempre tuvo la voluntad de asumir los riesgos
inherentes al cargo histórico que ahora lo investía. De todos los diputados,
parecía la persona adecuada para la responsabilidad. Joven, intachable y
enérgico. Con retórica pausada, pero precisa. Elegante, viril, con una familia
modélica. Era el hombre adecuado para el momento adecuado. Pero, porque siempre
hay un pero, aunque quisiera, aunque tuviera la voluntad y el coraje para
enfrentar a la caballería y a todas las fuerzas en combate del enemigo —que
además ha mostrado ser implacable y cruel—, Guaidó no se veía con la firmeza
para deslastrarse de todos esos cadáveres políticos que, en el paroxismo de la
confrontación, podían regresar del camposanto para arrastrarlo y encerrarlo en
el averno —esa mazmorra de deshonra y descrédito habitada por todos aquellos
que ya habían sido presidentes de la Asamblea Nacional—. Entonces había mucha
ansiedad.
A las 12 de la noche del 10 de enero el diplomático
Diego Arria publicó un mensaje en sus redes sociales. “A partir de este momento
el presidente de la Asamblea Nacional, el diputado Juan Guaidó, ha pasado a ser
el presidente encargado de la República de Venezuela (…) está obligado (…) sé
que es una decisión difícil (…) le digo al nuevo presidente que, si se
juramenta, estoy dispuesto a prestarle toda la ayuda (…) ¡Felicitaciones!”,
dijo Arria. Una afirmación que inmediatamente se viralizó. Fue el primero en
adherirle la banda presidencial. Y también el primero en mencionar la urgencia
de una juramentación y la idea de nombrar embajadores en los países que
reconozcan a Guaidó como presidente.
Pero el nuevo presidente de Venezuela parecía no
haberse enterado de que, de su hombro, ahora colgaba una cinta tricolor. Ante
la ilegal juramentación de Nicolás Maduro el 10 de enero—de la que no hay nada
importante que señalar más allá de haber sido una vergonzosa muestra del
abandono del mundo a la Revolución Bolivariana—, Juan Guaidó dio un discurso en
la sede de su partido, Voluntad Popular. Fue sonso y mal estructurado. Insinuó,
entre tanto que dijo, que no iba a asumir la presidencia de la República. En
vez de mencionar lo que le correspondía —que ahora era comandante en jefe de la
Fuerza Armada Nacional Bolivariana—, terminó anunciando que ese día no habrá
anuncio sino que será el siguiente, cuando haya anuncio.
El peso de la opinión pública se impuso como nunca.
Albricias, que ya la sociedad venezolana no es la misma que disfruta
alcahuetear imprudencias. Severa e inclemente, salió con todo a hacer la
denuncia de que algo malo estaba ocurriendo. En paralelo, pendía como sable de
Damocles la advertencia de que, si Guaidó evade lo que le corresponde, la otra
institución legítima, el Tribunal Supremo de Justicia en el exilio, estaría
dispuesta a designar un Gobierno de transición. Fuentes cercanas a los
magistrados aseguraron que todo estaba listo para responder ante la posible
decisión de Juan Guaidó de no apegarse al artículo 233 de la Constitución.
“Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia se
reunieron con el secretario general de la OEA. Trataron la urgencia de cumplir
con el artículo 233 de la Constitución de Venezuela para que no exista vacío de
Poder Ejecutivo”, publicó en Twitter, junto a una foto de los magistrados en la
oficina de Almagro, la cuenta del Tribunal Supremo de Justicia en el exilio.
El día fue largo. Muy largo. Desde temprano los
comentaristas en televisión decían que parecía que el diputado de la Asamblea
Nacional estuviese eludiendo su responsabilidad. A NTN24 el escritor y profesor
universitario en Georgetown, Héctor Schamis, le dijo que Guaidó estaba entre
pasar al olvido o llenarse de gloria. La decisión la debía tomar él.
Horas antes del discurso de Guaidó del 10 de enero,
los diputados discutieron la denominada «Ley del Estatuto que rige la
transición». Se impuso esa sobre otra en la que se establecía el reconocimiento
al Tribunal Supremo de Justicia en el exilio, se hablaba de vacío de poder y se
acordaba que el presidente de la Asamblea Nacional debía asumir las
competencias del Ejecutivo. En la discusión, fueron los principales partidos
del Parlamento —el denominado G4, compuesto por Primero Justicia, Voluntad
Popular, Un Nuevo Tiempo y Acción Democrática— los que terminaron desechando el
documento que obligaba a Guaidó asumir la presidencia. Al final la ley no se terminó
votando porque imperaba una tensión rígida, inaguantable. Era un documento
inaceptable para, por ejemplo, la denominada Fracción del 16 de Julio
(compuesta por diputados independientes, de otros partidos; y de las fuerzas
políticas Vente Venezuela y Alianza Bravo Pueblo; los partidos de María Corina
Machado y Antonio Ledezma, respectivamente). Pero ahí estaba la ley. Y el mundo
se enteró del peligro que significaba.
A lo largo de la tarde del 10 de enero, quienes
estaban al tanto de la discusión sobre la Ley del estatuto de transición,
presumieron que, aunque jamás se aprobó, Juan Guaidó se estaba subordinando a
él. En consecuencia, empezaron a hacer llamados de atención.
Orlando Avendaño
@OrlvndoA
PanAm Post
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