Es
un buen título para una película, como bien lo apunta Jean Maninat en su
excelente artículo del pasado viernes. En el cine, las invasiones suelen ser
emocionantes, épicas. No salpican a la sala las heridas. Se terminan cuando se
enciende la luz y todos podemos pararnos e irnos, sabiendo que jamás tendremos
que regresar a ese combate. En eso que conocemos como la vida real, las cosas
son distintas. Fuera de la pantalla, las balas sí hacen daño y el humo se queda
pegado en la piel. Las invasiones suelen durar muchos años. Los extras se
mueren de verdad.
Escribo
todo esto porque, a veces, no deja de asombrarme la facilidad con que, de
pronto, se ha instalado entre nosotros la fantasía de una intervención
armada. Leo y escucho a gente que jamás
ha tomado un arma en sus manos, y que tampoco ahora está dispuesta a hacerlo,
promoviendo con beligerante entusiasmo una invasión militar a Venezuela. Creo
que todos podemos comprender cabalmente los motivos de esta actitud: legítima
indignación, legítimo desespero, legítima impotencia…Todos sentimos lo mismo. Pero no se trata de un problema de pasiones.
Eso no es lo que define la honestidad ante la tragedia del país y el dolor de
los otros. La política no es un relato
sentimental.
La
idea de una invasión es tentadora porque parece mágica. Apaga la luz un segundo que vienen los marines.
¡Shhh!. Escucha en silencio los ruidos, los gritos, las aspas de los
helicópteros moviendo las nubes en el cielo. Enciende de nuevo la luz: ¡Ya no
están! ¡Cóño, por fin! ¡Se acabó todo!
Visto así, un asalto extranjero pareciera tan atractivo como ganarse la
lotería ¿Y quién no quiere ganarse la lotería? Pero, sin embargo, la historia
demuestra que no es así. Jamás. Las guerras no son nunca un milagro
instantáneo.
Y
no olvido que llevamos años en cruentas batallas. No olvido que, gracias a la
complicidad del chavismo, ya fuimos ocupados por los cubanos. No olvido que no
vivimos en paz, que entre nosotros hay balas, hay muertos, hay prisioneros y
torturas. Pero, aun así, esto es distinto a una situación bélica declarada y a
gran escala. Los que han vivido eso más de cerca son, en todo caso, los
habitantes de los sectores populares: llevan años padeciendo invasiones armadas
de los agentes de los OLP, de la policía, de los grupos paramilitares al
servicio del gobierno …Y probablemente, además, sería ahí donde ser refugiarían
y se atrincherarían los militantes del oficialismo en caso de que ocurriera una
intervención militar. Es fácil decidir por ellos sin arriesgarse. Es más
sencillo hablar de la guerra que padecerla.
Me
temo, más bien, que el sueño de la invasión, a la larga, quizás le convenga más
al oficialismo que a la oposición. En la práctica, los mantiene viviendo en el
límite de la violencia, donde saben moverse con menos escrúpulos y con más
eficacia que cualquiera de sus adversarios. Ya lo demostraron el sábado 23 de
febrero. Es cierto que la invasión funciona como una presión importante, que
los mantiene bajo el temor de lo inesperado. Pero también es cierto que ése es
el territorio donde mejor se desenvuelven. El chavismo ha demostrado que solo es
eficiente a la hora de destruir. El hecho de tener, además, una amenaza foránea
los sitúa de nuevo en el espacio narrativo en el que han desarrollado toda su
gran campaña de desinformación y lobby internacional.
En
ese contexto, la participación de Donald Trump en un acto a favor de Venezuela
en Miami resultó conveniente para Nicolás Maduro. En su alocución, Trump le quitó
institucionalidad al conflicto y volvió a poner el debate en el centro del
relato que maneja el chavismo: izquierda y derecha, capitalismo vs socialismo.
Fue un movimiento que contaminó el foco de la lucha que la dirigencia de
oposición había mantenido de forma clara y coherente. Juan Guaidó no asumió la
responsabilidad de ser presidente interino de Venezuela porque Nicolás Maduro
es socialista sino porque es un usurpador. Porque se ha apropiado del Estado y
de las instituciones del país; porque Maduro se robó unas elecciones, porque
está en el poder por la fuerza, de manera anti democrática.
Al
oficialismo le conviene minimizar el nuevo liderazgo de la oposición. Una de
sus prioridades es diluir a Juan Guaidó, dividir el apoyo que tiene, restarle
la legitimidad popular que se ha ganado.
Necesitan recuperar a Donald Trump como único y enorme enemigo. La idea
de la invasión funciona como un argumento ideal en esta estrategia. Al menos
para problematizar la imagen del conflicto a nivel internacional y operar
desmovilizando a la población dentro del país.
“Ir bien no es necesariamente andar sin dolor
y sin incertidumbres”, escribió el politólogo Ángel Álvarez (@polscitoall ) en
uno de sus luminosos tuits.
Quizás
conviene que observemos con más frecuencia hacia atrás. No hay que ir demasiado
lejos. Basta con mirar a principios de enero, tan solo, para ponderar que
teníamos entonces y qué tenemos ahora.
Como país y como posibilidad de futuro.
El camino no es fácil ni sencillo, pero, sin duda, hemos avanzado. Hay
que seguir presionando, cada quien desde su espacio. Retomar los problemas
concretos de la gente. y seguir arrinconando a la casta desde afuera y desde
adentro. La invasión es un espejismo que, al menos hasta ahora y públicamente,
ni siquiera aceptan aquellos que podrían llevarla a cabo. Más que a los
gringos, hay que prepararse para recibir a Guaidó. Él, y todos nosotros, representamos el fin de
la usurpación. La batalla continúa.
Alberto
Barrera Tyszka
@Barreratyszka
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