La historia se impregna de la ironía de la cual se ha servido la política para ponerse en práctica o en juego. No importa si quien se beneficia de su ejercicio, tiene la razón. Lo que impera en medio en tan azarosa situación, es convencer al otro que la razón no está de su parte. Sino del lado contrario. Indistintamente de manejarse con la verdad, la ecuanimidad y la justicia.
Esta explicación, cabe en el centro de las circunstancias que determinaron el informe de la Alta Comisionado de la Organización de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos: la ex presidente de la República de Chile, Michell Bachelet, quien recientemente pudo visitar la capital de Venezuela, Caracas. Y aunque su estadía fue corta, por lo embarazoso de los problemas provocados por la insistente violación de derechos humanos y libertades fundamentales, el resultado tuvo una rotunda pegada.
Posiblemente faltó más incidencia en las entrevistas sostenidas con agentes defensores de los DD.HH., comunicadores sociales integrados al rastreo de casos de transgresión de derechos sociales, económicos y políticos y con activistas políticos entregados al combate frente a un régimen abusador e infractor de su propia ley. Pero aún así, el efecto generado luego de conocerse parte importante del informe contentivo de lo que determinó la aludida visita de tan importante funcionario internacional, fue de “marca mayor”.
Sin embargo, después del saludo de rigor entre el Jefe del Estado venezolano y la Alta Comisionado de la ONU, colmado de alabanzas correspondientes al protocolo respectivo, sumadas a las adulancias inherentes a lo que envuelve la hipocresía ajustada a la ocasión, la comunicación tomó otra dirección. Ahora para los jerarcas “revolucionarios”, todo lo determinado por tan significativo documento de carácter internacional, fue elaborado con base en mentiras formuladas por agentes del Imperio norteamericano.
Es decir, lo que se vio, se escuchó y se corroboró cual investigación jurídica debidamente soportada en una inflexible metodología, según el régimen autoritario venezolano, es de absoluta falsedad. A instancia del régimen, Venezuela ha demostrado ser un país dechado de virtudes. Todas conducentes al respeto de los derechos humanos. Algo así como para asentir que en este país todo sucede en “santa y sana paz”. Sin asesinatos, desapariciones forzadas, humillaciones públicas, insolentes torturas, groseras macollas para reprimir y delinquir bajo la impunidad que permite la corrupción y desorganización de la administración de gobierno. Encima de eso, el alto gobierno se muestra tan atrevido que ha asegurado que la pobreza ha sido erradicada. O sea, que se redujo al cero por ciento.
Casi como la consumación promisoria de una vida asentada en el paraíso terrenal del socialismo del siglo XXI. Cuando lejos de todo esto, el país se debate entre la barbarie y el salvajismo, el hambre y el sufrimiento, las enfermedades de vieja data y las dolencias que padecen quienes se les arrebatan o los despojan de sus proyectos de vida.
Según infinitos testimonios y escarmientos a “piel viva”, todo lo que por esfuerzo y sacrificio ético y moral ha podido conseguirse y allanarse, pareciera habérselo llevado el viento. Particularmente, cuando sopla en dirección inversa a la que registra cuando se vive en democracia y bajo la motivación de un desarrollo en progreso. Y no en teoría o escritos en panfletos propagandísticos que sólo pintan adversidades e infortunios. Y además, en color “rojo revolución”. O, como también se dice, que tantas expectativas de ideal democrático, cayeron en “saco roto”.
Antonio José Monagas
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