A Doña Isabel Donís siempre le sobraban las angustias, menuditas y apretadas como pasas. A las 10 de la mañana, frente a una gastada tabla de madera que conoció mejores épocas –ella, jovencita, llegando recién casada al hogar que compartiría con su marido, donde la vida se le desgranó entre el vértigo de los nueve hijos y sus maduras desesperanzas- ya picaba con desafuero las cebollas y los ajos, el pimentón y los ajíes dulces, armada y lista para sortear el agite del almuerzo. Hacía apenas unas escasas horas que había salido de esa misma cocina, pues casi como un fantasma que la habitaba, amanecía allí, tempranito, armando círculos perfectos de masa -ni muy gruesos ni tan delgados- para las arepas del desayuno; entonces, después de palmear en el aire sus creaciones, las manos humedecidas remataban a la perfección el redondel de maíz blanco, una y otra vez corregido sobre el budare por la magia de sus dedos obsesivos. Doña Isabel no lo reconocía, pero cocinar la hacía inmensamente feliz; amaba la oportunidad de mandar como reina absoluta en su diminuto feudo de ollas, fogones, paletas de madera y utensilios metálicos; amaba el extraordinario poder que le confería ser dueña de secretos que hacían de ella una leyenda, y reconocer en el apetito de su familia la divina anticipación con que su cocina alebrestaba los paladares y la imaginación.
– Mjmmm… Esta carne es un cuerito… a ver si el hervido sale con eso.
– Malos, malos esos limones… ´tan sequitos!
– Ay, pero ese pescado es pura espina, Gregorio, ¿qué te pasó en el abasto?
Con abreboca de quejas comenzaba la danza: así, con todo y lo malo, se hacía el milagro. Flotando en su bata de casa, doña Isabel se movía de aquí para allá al ritmo del chas-chas del cuchillo, blop-blop del agua hirviente, glup-glup del aceite vertido en la sartén que ya chisporroteaba sobre la candela. Siempre había que cocinar rápido –nadie entendía muy bien el por qué de sus apremios, pero el caso es que jamás se tomaba demasiado tiempo para picar, sofreír, calentar, hervir, probar, rectificar y servir- de modo que sus incursiones en el reino de las cacerolas eran frenéticas y afiebradas. ¡Salve Dios a quien se atreviese a asomar sus narices en plena alquimia, porque más de un pellizco podría lograr como aperitivo! No, que va. En su cocina, el ánimo de doña Isabel -diminuta y liviana como era- parecía el de un coloso ceñudo, levantando al mundo sobre volutas de vapores tibios, tentadores y dadivosos. Pero la promesa de compartir tales dones con los humildes mortales sólo contaba a partir del momento en que ojos y dientes hacían fiesta con el plato servido: nunca antes. Hubiese hecho falta un Prometeo dispuesto a inmolarse para hacerse de alguna luz de su sabiduría culinaria y compartirla luego, pero nuestra exigua paciencia de niños no alcanzaba para robar ningún fuego.
– ¿´Tá bueno, mija? Yo creo que le faltó sal…
– ¡No, abuela, que va, está buenísimo!… ¿No te quedó un poquito más por ahí?
¡Sí! Mejor comer y ser feliz en medio del desconocimiento: total, Doña Isabel, diosa absoluta de la cocina, era y sería siempre inmortal.
Eso creíamos entonces. Y aún cuando sobrevino el primer infarto, y vimos el desvanecimiento, la energía desleída, el sueño a destiempo, seguimos pensando que era un simple escollo, un accidente, un olvido de sal excusable que al final podía corregirse sobre el plato. Luego trajinamos con nuestro aporreado optimismo, naufragamos en medio de la sopa espesa del segundo fallo cardíaco, y empezamos a sospechar, sin decirlo en voz alta, que nuestro titán no era tan irreductible como imaginamos. Fuimos testigos de la cocina desmantelada, extrañamente quieta y abandonada como una trinchera de post-guerra, y del silencio inaudito del mediodía. Cuando Doña Isabel retornó de la clínica, no era la misma, sin duda. Sus manos, antes tan precisas para desmenuzar ajos, temblaban ahora como tratando de sostener el aire, de apresarlo, de desmigajarlo, de hacerlo parte de un caldo imposible, casi tan imposible como los milagros de otros tiempos.
Un día, en medio de la nubosa energía que la acompañaba, me dijo sorpresivamente, tan clarita y voluntariosa como en sus mejores días de cocinera insigne:
– Te voy a enseñar a hacer hallacas.
¡Por Dios! Al fin saldría de la básica, iniciática tarea de limpiar hojas, (calvario especialmente reservado a los menores de la casa) y entraría en esa suerte de cofradía cuya regente me daba acceso inesperado. Supe así que el momento de la partida de mi abuela era inminente. Ella también lo sabía, y por eso la repentina decisión de levantar manteles, sacar cuchillos y transferir su divina sapiencia. Cada uno de sus secretos, al menos los más importantes, merecían continuar moviéndose a través del caprichoso río de la historia familiar. Así comenzó mi iniciación de pinche y chef en sucesión. Vinieron los días de conocer las cantidades precisas de dulzor en los guisos, de medir los puñados de sal, de sobar con afecto y cominos las carnes del muchacho redondo antes de asestar cuchilladas y procurar rellenos de pasas y aceitunas; de entrenarme en el arte de tajar lechoza verde para el dulce, o dejar a punto la hebra de azúcar donde más tarde se zambullirían los buñuelos de apio. Toda una iniciación, pues, que anticipaba la triste despedida y mi entrada oficial en los sagrados terrenos del templo culinario.
¡Ah! Aún recuerdo el sabor de mi primera hallaca. Hacer una hallaca es como el final de una exquisita maratón: antes han debido sortearse las espinosas incidencias del guiso, quinta esencia del proceso, y toda suerte de maravillosos, escarpados, demandantes detalles. Lo más difícil y paradójico es que no puedes obtener sólo una, no: la experiencia exige el montón, pero cada vez que abras el extraordinario paquete de hojas de plátano, tiene que parecer que fue hecho en exclusiva, como si de un plato único, confeccionado al detal y a la medida justa del comensal de turno se tratase. Nada puede resbalar de la memoria cuando se trata de ejecutar la peculiar alquimia: primero, cortar los tres kilos de carne de res y de cochino en cuadrados pequeñitos y perfectos, del tamaño justo para permitir que no se deshagan del todo tras el castigo implacable del fuego. Segundo, cortar menudamente la cebolla, el ajo, el pimentón, el perejil, los encurtidos, la alcaparra, la aceituna, el ajoporro, el cebollín … aparte, y a un tiempo, poner la gallina al fuego, hasta que el agua recuerde a fuerza de borbotones que se ha completado el caldo perfecto para condimentar la masa. Poner en amorosa compañía la carne y los vegetales cortados, dejar que en la olla suelten sus jugos al abrazo del calor, y condimentar con sal, cominos, orégano y pimienta. Regar con abundante vino tinto, mejor si dulce, y al final, luego de horas de espera y prudente vigilia, espesar un poco con algo de masa de maíz disuelta en agua. Ah, y el secreto: agregar un toque de la rudimentaria dulzura de la panela, el papelón rayado que nos sumerge en los ancestrales sabores de la comida caraqueña, toda dulce y salada a un tiempo. Para hacer la masa, la harina de maíz debe nadar antes en el caldo de gallina y ser coloreada a más no poder con el onoto, que ha soltado previamente su alma en el aceite de maíz caliente (recuerda, decía mi abuela, que el calor del agua se roba el amarillo… y pensaba yo, nada más triste que una hallaca que por fuera promete ser perfecta, y que al abrirse es trágicamente desnudada en medio de su lívida palidez). Se sala a discreción, y se divide en hermosas bolas que darán acomodo y base al relleno. En este punto, con guiso listo y masa en espera, ya se han sorteado la mayoría de los obstáculos, y completado la labor de arte más sofisticada que cocinera alguna haya conocido. “Nos os rindáis- anuncia una voz interior- que la conquista del Olimpo se avecina”.
Ahora, viene lo bueno: la máquina se aceita para iniciar la producción en cadena. Antes se han cortado y preparado los “adornos” (guindalejos de cebolla, cintas de pimentón rojo y verde, pollo o gallina troceados en largas mechas, pasitas negras, cuadritos de tocino, aceitunas sin hueso, el toque moruno de las almendras, todo en abundancia faraónica y colorida) y limpiado con esmero las hojas de plátano: una para la base, otra para el envoltorio, y una tercera, más delgada, para la faja. Cabellos recogidos, manos limpias y a la obra, pues ellas serán nuestra herramienta primera: sobre la base, las mismas manos pincelan una capa de aceite tibio, y enseguida se procede a extender primorosamente la bola de masa de oro encendido, tan delgadamente como se pueda. Sobre esa tela, se colocan dos, tres cucharadas del guiso, y alternativamente, se decora con los mentados adornos. ¡Ah, qué premio el de este futuro bojote! La hallaca tiene ahora el chance de ser arrollada sobre si misma con la hoja de plátano, nuevamente protegida con la segunda hoja, y finalmente ajustada con la faja. Una tira de pabilo cierra el trato, la abraza cuidadosamente, contiene el futuro descubrimiento de tan extraordinario condumio. En este punto, se nos es permitido exhalar otro suspiro de alivio. El primer milagro navideño de otros doscientos que esperan, se ha completado. En la candela aguarda ahora una olla que desgaja vapores de agua hirviente, dispuesta a recibir a nuestra hallaca y sellar así el casorio de tanto sabor distinto.
En ese entonces, graduada yo de sous chef honoraria, mi abuela tuvo el chance de aprobar mi creación… después de todo, era también la suya, como suyas fueron mis inspiraciones y mi afición. Poco tiempo pasó después de esa ceremonia, antes de que su presencia rotunda en mi vida cambiase de estado: de piedra pura a causa líquida, de lágrima y dolorosa burbuja, a situación flotante, intangible de alma. Por largo tiempo no hubo más fiestas en su cocina, y tampoco ánimos para remedarlas. Ah, pero aún hoy, nada sana más el alma atribulada por su ausencia que el verde recuerdo de sus caldos de verduras, sus torticas de vainitas, sus guisos de cueritos, su chicha de arroz, sus buñuelos de apio y queso en rubio melao´, su ensalada de gallina, su quesillo de cuento, su chocolate espeso, su mojito de cilantro, sus sofritos… qué fortuna recordarla así, y de algún modo revivirla: toda sal, toda azúcar, toda especias, toda premura y levedad, chef sin sofisticación alguna pero siempre presta a conmovernos con sus pequeños milagros cotidianos. Aún hoy, cuando comienzo por encender la hornilla para arrancarle cualquier breve o larga historia que se gestará en mi cocina, llega hasta mí su presencia, en forma de ese abrazo que pocas veces fue capaz de dar, y que mil veces recibí, sin darme cuenta, cada vez que me sentaba a la mesa a recibir el amoroso gesto de su puchero.
Y así seguirá siendo: este año, en su honor, volveré a hacer sus hallacas.
Doña Isabel mediante.
Mibelis Acevedo D.
@mibelis
https://www.analitica.com/opinion/de-como-aprendi-hacer-hallacas/
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