En su conferencia Fenomenología y metafísica de la esperanza, recogida en su libro Homo viator (el hombre itinerante, el hombre en camino), Gabriel Marcel ahonda en la naturaleza de la esperanza, algo que podría ayudarnos también a nosotros en estos momentos.
Como filósofo, Marcel busca comprender racionalmente por qué siempre es posible esperar algo; por qué desde el sufrimiento es, paradójicamente, cuando mejor se experimenta en qué consiste eso profundo que podemos esperar; por qué la esperanza está relacionada con el misterio de la vida, con nuestra libertad, con la insatisfacción ante la finitud, con el amor y la capacidad creadora del hombre y, en última instancia, con la apertura a la trascendencia.
Lo primero que habría que decir es que se espera algo que no se tiene. Por eso, ante las situaciones, la esperanza es de algún modo una “respuesta del ser”. La experiencia de “cautividad”, de falta de luz, conduce misteriosamente a una percepción más honda de lo que es la esperanza, pues la carencia y la finitud nos ayudan a descubrir que en nosotros late un deseo muy íntimo de trascender lo inevitable.
Es cierto que tendemos a desear que suceda aquello que nos parece lo mejor. El enfermo desea curarse; uno desearía ver surgir al país cuanto antes; una madre espera al hijo que lleva en su vientre. Todos esperamos, en un nivel muy físico, que ocurra lo “deseado”: eso concreto que se adecúa a nuestras expectativas. Todas las cosas pueden, sin embargo, no suceder del modo y en el momento en que lo deseamos. El enfermo puede morir y aquel sueño en el que se han puesto todos los esfuerzos, puede frustrarse, físicamente hablando.
Marcel distingue entre esperanza y optimismo. El optimista confía en que “las cosas se arreglarán”. Para quien tiene esperanza, este deseo o convicción “se manifiesta a sí mismo como implicado en cierto proceso” desde el que puede “dar razón” del misterio contenido en el acto de esperar. Nuestro móvil debe trascender la “idea absurda” de que físicamente va a ocurrir lo que deseo. Y precisamente porque no es un problema que se reduce a causa (deseo)-efecto, la esperanza debe abrirse a la confianza de que en medio del proceso interior implicado con el cambio de las situaciones, no debe “poner condiciones”. Esta es la única manera de trascender toda decepción o dificultad. Por eso no hay, para Marcel, “optimismo profundo”, pues el optimismo no está abierto a toda posibilidad. La esperanza, sí.
La esperanza, además, está “imantada de amor”. Quien espera sabe que la vida es un camino y que las inquietudes íntimas van comprendiéndose e integrándose en la medida en que amamos lo que hacemos. Por eso el proceso es creativo y debe derivar en una gradual apertura a Dios y a los hombres, pues el amor es relacional: vincula a un ser con otro y contribuye a “preparar la esperanza”. Quien espera realmente en algo mayor, en algo que lo trasciende a él y le ayudará en el camino a descubrir “cómo” logrará “exactamente” las cosas, ve la vida como “una aventura en curso”. En este sentido la esperanza es “a-técnica”, pues exige de nuestra parte la apertura a la sorpresa, al don: no a la exactitud de quien espera que suceda lo planificado.
Esperar, pues, no es “resistir”, aunque haya que resistir. Esperar, de verdad, exige una actitud de “no-aceptación” de una situación por la que se busca trabajar en un “proceso creador”. Y la creatividad implica el amor, pues sin él no hay vida. Sin él nada germina.
La esperanza es como un “resorte” que abre al infinito. Configura la respuesta a ese ser que es amor. Por eso Marcel insiste en que nos impliquemos con las situaciones; en que intimemos con los acontecimientos.
La “acción maléfica de la desesperación”, por el contrario, nos sume en un tiempo cerrado, en el que nada trasciende la materialidad de lo que ocurre. En momentos como estos, en los que las dificultades pueden sembrar desesperanza con facilidad, lo mejor que podemos hacer es “contribuir a preparar la esperanza”. ¿Cómo? Elevando la visión; implicándonos amorosamente en algún proyecto que nos ayude a poner nuestra seguridad en los valores que nos ayuden a “ser” mejores y convenciéndonos de que la esperanza está “vinculada a la comunión”, a la relación con los demás.
Lejos de ser una especie de estímulo motivacional para que confiemos que sucederá lo que queremos, la esperanza precisa de nuestra apertura interior: de la comprensión de que ella solo existe donde hay amor.
Ofelia Avella
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