domingo, 1 de marzo de 2020

CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ: LA ALEGRÍA, LA NECESIDAD Y LA MUERTE

En la guerra de Afganistán, un terrorista declaró: “los norteamericanos nunca podrán ganarnos. Mientras a ellos les gusta la Coca-Cola, a nosotros nos gusta la muerte”. Ha sido una de las naciones más miserables del planeta, al límite de lo humano, porque a los talibanes les gusta la muerte, tanto como torturar mujeres. 

En aquellos días se publicó un video casero de la descomunal paliza que le propinó la Policía de la Moral a una joven a la que se le corrió el velo en la calle. 
La arrojaron en un sótano y allí murió cubierta de cucarachas. Su cuerpo estaba tan amoratado y acardenalado “que no se sabía si estaba desnuda o vestida”. 

Silencio “progre” para no parecer “islamófobos” y porque el talibán es antimperialista. Muchísimos intelectuales, estudiantes, políticos, profesionales, ven en Coca-Cola y MacDonalds la encarnación diabólica del comercio y su gemelo, el consumo, como síntomas de decadencia, reblandecimiento y “falta de “valores”, tal como el joven talibán.

El sedentarismo, la obesidad y la dependencia del automóvil, el konfortismo de las sociedades occidentales del que habla Werner Sombart, son para comunistas, afines y demás anacronismos intelectuales, estigmas de la sociedad abierta, patologías y no vida civilizada que ha impulsado las grandes conquistas de la aventura humana. El bombardeo contracultural contra el consumo, el confort, el placer, la belleza, expresa odio contra la autonomía privada, la felicidad, la actividad productiva. 

Es rencor contra el valor infinito de la libertad de las sociedades abiertas. Varias ideologías políticas los denuncian, por ser afrentas para los que no pueden acceder a ellos. Con categorías de Rousseau, Marx y Marcuse decretan “necesidades artificiales” que crea el kapitalismo, sobreimpuestas a unas “necesidades verdaderas” propias de la austeridad, “la vida buena”.

Necesidad con cara de perro

Las “necesidades verdaderas” serían las de sobrevivencia, comer, dormir, cohabitar salvos de la intemperie, es decir, las que nos acercan a la bestia, mientras son “artificiales”, Tchaikowsky, microondas, internet, Amy Winhouse, perfumes, youtube, Celia Cruz, vino, teatro, viajar, poesía, muebles de diseño, hogar estético, un regalo para alguien a quien queremos, las que nos humanizan. Pretenden señalar culpas: los pobres carecen por efecto del consumo suntuario de los explotadores.

Gracias a la actividad económica, al consumo aherrojado a la producción, hay sociedades desarrolladas material, social, cultural y políticamente, donde la inmensa mayoría goza las creaciones maravillosas del hombre. No hay que consultar demasiado para saber que los sectores populares en esas sociedades van a tascas, trattorías, bistrós, y disfrutan de maravillosos ambientes urbanos, aunque en España eso lo amenaza el actual gobierno que lanzó al paro en corto tiempo a 90.000 trabajadores. El Coletas odia la sociedad de consumo y ama a los ayatolas, los socialistas del siglo XXI y la turbia memoria de Castro.

La gente sufre de hambre en países devastados por los traumas revolucionarios. Pero como es obvio, incluso para quienes lo niegan, mientras mayor es el consumo suntuario, mayor es el esencial y más y mejor satisfacen las mayorías las necesidades de base en la pirámide de Maslow. Comparadas naciones ricas y pobres, lo que da acceso a sectores masivos a la satisfacción de necesidades básicas y a las grandes manifestaciones del arte y la cultura, es la capacidad de producir y consumir.

Smartphone es el Aleph

El más importante pensador actual, Antonio Escohotado, decía que hoy cualquiera en su teléfono o PC, tiene acceso infinito a la cultura, mientras para el pensamiento anacrónico esas son enajenaciones a favor de mercaderes. La imprecación a la industria y el consumo cultural intenta trasladar a las redes de distribución de la cultura, la misma desvalorización que cualquier actividad “kapitalista”, “productora de plusvalía”, explotación del trabajo y alienación de la sociedad.

En su escala de irracionalidad, el comercio y los bancos, son enredaderas malignas y viscosas de parásitos que encarecen los productos. ¿Cómo acceder a los bienes terrenales y espirituales del hombre -como los llama Leo Huberman- si no es a través de ambos? Al igual que en todas las revoluciones, en Venezuela se estatizó la distribución de alimentos para “abaratarlos” (no mencionemos Cuba, Norcorea y el antiguo mundo socialista).

El resultado: pudrición, hambre, desabastecimiento masivo e hiperinflación. En su profética obra La paz perpetua, Kant afirma que “el espíritu comercial no puede convivir con la guerra y tarde o temprano se apodera de cada pueblo”, aunque no vio la China “comunista” actual. Pero según los escoliastas teóricos de la guerra en Alemania (XIX y XX), Werner Sombart, Oswald Spengler, Karl Junger, el comercio “domestica los pueblos”, los hace sumisos y decadentes.

Desprecian que la cotidianidad del mercader lo indispone al sacrificio máximo, derramar sangre purificadora en batalla. Disfrutar de objetos bellos, útiles, agradables, una cena romántica con buen vino, no es la felicidad, pero se le parece. Desde Atenas y Esparta los países cómodos de mercaderes, le parten la madre a los belicosos.

Carlos Raul Hernandez
carlosraulhernandez@gmail.com
@CarlosRaulHer
@ElUniversal

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