Participar en el plebiscito de 1988 “atendió a un profundo sentimiento de realismo”, recuerda Mariana Aylwin, ex parlamentaria y ex ministra de Estado; hija, para más señas, de Patricio Aylwin, primer presidente de la transición chilena. Aceptar que “eso era lo que quedaba por hacer” a la oposición luego de “intentarlo todo”, de haber cometido errores y evadir el programa común, fue preludio de una pujante movilización unitaria contra el escepticismo; con partidos inhabilitados, sin libertad de expresión y apenas 28 días de franja electoral. Una “tremenda organización” que llevó a “7 millones de chilenos a inscribirse en los registros electorales” y garantizar testigos en cada mesa. Hubo miedo, claro. La mayoría votó tocada por la sombra de los desaparecidos, los torturados, los muertos, temiendo sumarse al aciago inventario. Chile votó, no obstante, y eso apartó lo que parecía una cuchilla inexorable pendiendo sobre su destino.
Sin ánimos de igualar la experiencia de otros países con la de Venezuela, conviene superar el rupestre convencimiento de que nuestro caso es “único” -o sea, “irresoluble” por vías políticas- si se desea obtener pistas en torno a la conveniencia de participar o no en “elecciones viciadas”. Escenario nada original en la historia de las democratizaciones, por cierto, y que Andreas Schedler vincula con el menú que conocemos: fraude, opresión e inequidad, pero también manipulación de actores, clivajes políticos y reglas de competencia.
Si bien Schedler no niega que gracias al manoseo institucional buena parte del fracaso de los partidos de oposición es “prefabricado” por los autoritarismos gracias a una política de exclusión y fragmentación, también señala -y cita a McFaul- que la capacidad de esos gobiernos para ganar elecciones no suele deberse a su propia “inteligencia sino a la ineptitud de sus opositores”. El abandono de zonas de oportunidad en aras de objetivos poco realistas parece ser una constante en ese sentido. Una oposición susceptible a maniobras diseñadas para inducir su desgaste (desde inhabilitaciones, sobornos, reglas sesgadas, malapportionment, ventajismo mediático hasta violaciones a su integridad física) acaba descuidando algo crítico: que cuando los autoritarismos convocan a elecciones, “abren una ventana de incertidumbre, por pequeña y frágil que sea”.
Aceptar o no las reglas de ese anómalo juego dominado por el tenedor del poder fáctico, es uno de los dilemas usuales que enfrentan entonces los demócratas. En Chile, donde en efecto ya se había recurrido a “todo” (protesta masiva, paros, aislamiento internacional del régimen; incluso operaciones de grupos que avalaban “todos los medios de lucha”) el giro virtuoso estuvo en considerar que si bien no había en la elección una solución de equilibrio, era posible lidiar con esas reglas asumiendo un compromiso temporal que serviría para debilitar bastiones de poder. Evidentemente, se logró mucho más que eso.
En cuanto a Venezuela, llama la atención que sectores proclives a la abstención afirmen también que “hemos hecho de todo… para nada”; y viaja allí la estocada a los entecos frutos de la ruta electoral. Al respecto, es justo hacer algunas consideraciones. No sólo en estos 20 años la del 2015 fue la única elección asumida con criterio de eficacia (esto es, con una oposición que trabajó integrada y con consciencia de la desventaja competitiva, de la necesidad de sacar máxima utilidad al recurso limitado) sino que era la primera vez que las fuerzas democráticas convocaban mayoría decisiva a su favor.
Pero tras la chacumbélica gestión del triunfo –uno que al no ser visto como hito de una cíclica prueba de fuerza y legitimidad tendiente a ir desarmando el control autoritario, se disolvió a punta de expectativas irrealizables desde un aislado coto institucional- la oposición no sólo no repitió la suma de aciertos: perdió cohesión y rumbo, optando por salidas express que abortaron el avance e impidieron copar otros espacios cuando la hegemonización autoritaria aún no se completaba. Lejos de evitar errores que dejasen cancha libre al gobierno, de insistir con paciencia estratégica en eso que produjo éxito rotundo pero a todas luces parcial, retornamos al atajo, la yerma fórmula del todo-o-nada. Fórmula, de paso, contraria al plan de conquistas acumulativas que supone el voto cuando se plantean elecciones no-fundacionales.
No todo se ha hecho, ni todo se ha hecho bien. Ante el reto electoral en puertas (y hay una AN activada a favor de la tarea de remozar el CNE) habrá que repasar esos prolegómenos con ojo severo. Ejemplos como el de la concertación chilena, forzada a entender que no hay oportunidad nimia cuando el adversario es tan feroz, siguen brindando guía valiosa. Pero asumir además en nuestro caso que la lucha por nuevas reglas está inmersa en el juego de reglas prevalecientes y sub-óptimas, quizás ayude a arrojar nueva luz sobre el camino que creímos agotado; no un apeadero final, más bien otro crucial punto de partida.
Mibelis Acevedo D.
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