A quienes no saben mucho acerca de mí, quiero confesarles algo: soy profundamente creyente en Dios, cristiano, católico, miembro-directivo de una orden dependiente de la Iglesia Católica, sin embargo, como hombre de fe, me caracterizo por la amplitud de pensamiento, es así como entre mis amigos cuento con evangélicos, testigos de jehová, judíos, mormones, musulmanes, entre otros. Como columnista procuro no mezclar los temas religiosos con los políticos o económicos. Para mantener la gimnasia alejada de la magnesia, en esta oportunidad abordaré un tema religioso exclusivamente.
En un mundo cada vez más politeísta, procrastinador de la figura del Supremo Creador. No quiero causar polémica entre los adelantos técnicos utilizados para el tratamiento del coronavirus y el poder sanador residente en la oración, por el contrario, estoy convencido de que, la acción complementaria puede dar mejores resultados. A los efectos de matizar las controversias, reubicaré los términos del viejo refrán: “con el mazo dando y a Dios rogando”. Creo que la fe sí mueve montañas y su efecto purificador viene envuelto en la oración. Cuenta la leyenda que cuando Hitler iba a invadir Inglaterra, Churchill pensó que el único recurso que les quedaba era orar y mandó a crear grupos de oración por todo el país. Hitler nunca logró llegar a Inglaterra porque al parecer una niebla muy intensa la cubrió. Tiempo después la Reina de Inglaterra expresó: «Le temo más a un ejército de personas orando, que a un ejército militar».
Para continuar transitando el camino de la fe, me viene a la mente un hecho que presencié a inicios de la década de los 70. En aquella época era yo, junto a mi difunto padre, un labriego cultivador de maíz en el Batatillo, mi terruño trujillano. Estábamos atravesando una época de intensa sequía, no recuerdo el mes, pero la ausencia de lluvia ya duraba un año y las cosechas estaban a punto de perderse. Alguien del caserío tuvo la idea de proponer que se hiciera una rogativa para solicitarle a Dios, a través de San Isidro Labrador, que perdonara nuestros pecados y permitiera que la lluvia retornara.
Quedé momentáneamente sorprendido porque siempre había escuchado que a San Isidro se le invocaba para que quitara el agua y no para que la pusiera. Con el paso del tiempo llegué a saber que este santo es el patrono del clima, y por lo tanto no solo “quita el agua y pone el sol”, sino que también quita el sol y pone el agua. El caso es que, unas 100 personas, entre hombres, mujeres y niños comenzamos la rogativa como a las 2 de la tarde. A la cabeza de la procesión iba un señor, llamado Andrés Manuel, portando la imagen del santo, este señor de repente hizo la siguiente proclama: “lo más seguro es que al final de esta invocación, todos retornemos emparamados a consecuencia del palo de agua que caerá”.
El escepticismo de la juventud me hacía poner en duda la afirmación efectuada por el señor que llevaba el santo, esto corroborado con lo que pude percibir al momento. Utilizando el sombrero que llevaba puesto, como escudo, miré al cielo, estaba azul, limpio, claro, sin ninguna nube surcando el horizonte. El sol de los llanos trujillanos azotaba la tez curtida de cada uno de nosotros, 36 grados a la sombra, más o menos era
la temperatura, en ese momento. Esta perspectiva me hizo dudar que nuestra iniciativa pudiera tener éxito, sin embargo, no hice ningún comentario para no contrariar las creencias de mi padre, quien era merecedor de todo mi respeto.
Iniciamos el recorrido en la primera parcela, con dirección Norte-Sur, deteniéndonos en cada una de ellas, cantábamos y orábamos por el bienestar de su propietario. La extensión a recorrer era muy larga y la marcha, con sus cánticos y rezos, era muy lenta. Acercándose las 4 de la tarde y próximos a llegar a la última parcela, de repente, el cielo comenzó a oscurecerse, apresuramos el paso para intentar guarecernos en lo que llamábamos la casa de la hacienda. Sin embargo, con rapidez la tempestad no nos dio tregua. La intensidad de la lluvia y la fuerza del viento eran tales que, tuvimos que sujetarnos a los árboles para no ser arrastrados por el torbellino. Pasó la tempestad, pero quedó el frescor de la lluvia y la tierra quedó regada abundantemente. Retornamos al pueblo emparamados, tal como había vaticinado el señor Andrés Manuel, pero muy satisfechos y agradecidos con Dios y San Isidro.
Algunos incrédulos podrían argumentar que, a través de los modernos aparatos electrónicos se podría haber determinado que, en ese día, a esa hora y en ese pueblo estaba previsto que lloviera. Por el contrario, estoy convencido de que, aquel no fue un previsible hecho natural, sino que respondió a la fe que pusimos en nuestras oraciones. Como dice el dicho: el corazón tiene razones que la razón no entiende. Si todo fuera tan previsible no sería necesario salir con un paraguas cuando los meteorólogos anuncian que ese día no lloverá. Para concluir, quiero pedirle, con la mayor humildad, a todos los ciudadanos del mundo, creyentes o no, que roguemos a Dios para que nos bendiga y proteja de esta peste que amenaza acabar con nuestras vidas ¡Amén!
Noel Álvarez
Noelalvarez10@gmail.com
@alvareznv
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
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