“Seamos realistas: pidamos lo imposible”. La famosa frase-retozo de Marcuse que sirvió de lema al Mayo Francés, resume bien el espíritu de la “bonheur révolutionnaire” de los 60, ese envión que a lomos de la rebeldía juvenil terminó paralizando a Francia, demandando “el fin del capitalismo” y la muerte de la sociedad de consumo. El tiempo, no obstante, robó el lustre a afirmaciones que tras el fogonazo de la utopía, algunos usaron para contrabandear los ataques del llamado “Socialismo real” contra la sociedad abierta. Giro amargo, si se considera que la premisa del movimiento era oponerse al conservadurismo y cuestionar, por ende, las intransigencias de los autoritarios, el entumecimiento de los dogmáticos.
Aun así, y con todo lo que la bella imprecisión revelaba en términos de ausencia de alternativas frente a lo malmirado, hoy no deja de repiquetear ese “pidamos lo imposible”; en especial cuando se enfrentan situaciones que ponen a prueba la disposición de las personas a cooperar entre sí. Frente a los llamados esperanzados de muchos, hay otros que afirman –no les falta razón- que la humanidad seguirá siendo lo que es, que enfrentar una calamidad que la pone al tanto de su fragilidad no hará que desaloje su egoísmo intrínseco, su hambre de lobo, su apego por la intrascendencia. Que, lejos de lo que el propio Camus preconizaba en “La peste”, esa irracionalidad de las circunstancias no pesará a la hora de una revalorización del sentido de la existencia, de la irrupción de una limpia y piadosa mirada que nos haga apreciar la práctica de la solidaridad.
“Muchos, en uno”
Evidencias a favor del escepticismo no escasean, es verdad. El cálculo populista de quienes procuran ascendencia, notoriedad y dominio en medio del ahogo y a cuenta del miedo, por ejemplo, da fe de una voracidad que no distingue el daño colateral. Represar información, mentir para no empañar la imagen de eficiencia de un gobierno; o decidir, en estrafalario rapto de soberbia en pleno incendio, la suspensión de fondos destinados a la OMS –institución imperfecta, sí, pero que hoy carga con la responsabilidad de articular los sudores del mundo contra un enemigo que ya cobra más de 130.000 vidas y pone a la economía en "coma inducido", a decir de Paul Krugman- son algunas de esas frustrantes demostraciones.
Por fortuna, tampoco faltan ejemplos de distinto tenor, el de líderes y sociedades que, en lugar de avivar el fuego de la “guerra de todos contra todos”, se sirven de la cooperación para contrarrestar la amenaza común. Merkel en Alemania, Ardern en Nueva Zelanda, Jakobsdóttir en Islandia, Solberg en Noruega, Von der Leyen y Borrell, desde la UE. Todos en la acera contraria del narcisismo, apelando, si se quiere, a un básico principio de racionalidad: frente a la adversidad, juntos somos más fuertes, E pluribus unum.
Asociación y supervivencia
No hay allí mondo idealismo, no piden “lo imposible”. Al contrario, se acogen a lo que dicta el sentido común, optan también por lo verdaderamente práctico, que es protegernos los unos a los otros, reduciendo así el esfuerzo individual y maximizando el beneficio colectivo. A esa (no menos natural) disposición de los seres humanos a vincular el “yo” al “nosotros”, a juntarse y actuar concertadamente y con arreglo a fines, también las sociedades deben su longevidad y fortaleza.
La conquista de la civilidad se ha afincado, precisamente, en hacer más compleja y eficaz esa asociación: de la familia al clan, del clan a la tribu, de la tribu a la nación, de la nación a la comunidad política, de esta a la sociedad global en la que hoy nos insertamos. Sería inadmisible, entonces, refrendar la involución, desbaratar la mejora y privilegiar la brutal competencia, encerrarnos tras las tapias de los ultranacionalismos, un anacronismo que conjura el intercambio en una polis que es cada vez más ancha, más interconectada y diversa. Como dice Yuval Noah Harari, desglobalizar solo nos protegería si volviésemos a vivir como en la Edad de Piedra.
Respirar juntos
Visto así, la disposición a cooperar y el llamado a atender la necesidad del prójimo, más que expresión de eso que algunos cínicos rebajan a “buenismo”, no sólo es posible, sino que es lo realista, punto de partida de ejecutores que hacen viable el ideal; y un imperativo ético para los políticos. No esta de más recordar que el animus democrático se nutre, al mismo tiempo, de esta praxis, lo cual le endosa valores y virtudes nada ordinarias y la alejan del simple enfoque economicista. Hay tanto altruismo y belleza en ello, en fin, como utilidad.
Advertir que se comparte un destino común con los Otros no puede menos que animarnos a darle sentido a esa aproximación, a integrarnos en aras de esa Solidaridad orgánica que Durkheim atribuye a las sociedades modernas; y habilitar así una cooperación-interdependencia que no sacrifique la conciencia individual. Cada quien abocado a lo suyo, pero no menos al tanto de la respiración de los demás.
Sanar el roto
Penosamente, esa sociedad de hombres y mujeres que se creían más o menos seguros y enteros ha dado paso a una de hombres y mujeres rotos. Frente a esa quebradura del “aquí y ahora” nada más discordante que la indolencia, ariete de los verdugos del multilateralismo y la cooperación internacional, los depredadores de la empatía y la piedad. Ni siquiera Venezuela, perita en roturas, se libra de ellos. ¿Quién ganará la apuesta sobre el futuro: los esperanzados, los escépticos? Entre tanto, ¿habrá modo de impedir no sólo que la contingencia sea mero devenir sin significado, sino que el desbocamiento de los necios anule la obra de los sensatos?
Mibelis Acevedo D.
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