Pedro Emilio Carrillo, en su libro Crónica Médica del estado Trujillo, señala que nuestros indígenas conocían muy bien la corteza del árbol de quina, la cual era uno de los medicamentos que guardaban siempre, entre sus cachivaches, los piaches, mojanes y curanderos y lo usaban en decocciones y polvos para la cura de las calenturas y resfriados. La aprendieron a usar a imitación de los monos que arrancaban a dentelladas la corteza de los quinos cuando el escalofrío inicial del acceso agudo los hacía tiritar de fiebre.
El árbol del quino o de la quina es oriundo de la región andina de la América y se encuentra en alturas de, entre 1600 y 2400 metros, es escaso en terrenos a menos de 800 metros sobre el nivel del mar. Se le conoce como chinchona de linneo, al cual el sabio francés Michel Adanson, llamó kinkina y otro científico también francés, La Condomine Charles-Marie, le denominó quinquina. En los tiempos de los primeros pobladores de Venezuela era el único febrífugo que conocían.
Cuando comenzó el crecimiento poblacional de nuestro país, murió mucha gente como consecuencia de fiebres hemorrágicas, de origen desconocido, pues no se tenía el monitoreo necesario para generar medidas preventivas. Entre las plagas procedentes del bosque se destacaba la fiebre amarilla cuyos síntomas eran fiebre, hemorragias y la piel teñida de amarillo. En aquellos tiempos también estaba presente la fiebre maculosa, una plaga rural cuyo agente era una bacteria transmitida por garrapatas que causaba hemorragias y provocaba la muerte en solo 7 días.
La calentura o fiebre, médicamente conocida como paludismo, era una enfermedad infecciosa, parasitaria, producida por un protozoario, del cual, según un estudio de la revista británica, Natura, se conocen 4 especies: plasmodium falciparum, plasmodium vivax, plasmodium malariae y plasmodium ovale, este último es el más raro. El Dr. Pedro Emilio Carrillo en su libro, afirmó que, esta enfermedad se manifestó en los aborígenes, antes del descubrimiento de América.
Mientras las calenturas y antídotos se extendían por la amplia geografía venezolana, los que quedaban vivos se mantenían en su ambiente tratando de dominar la crisis. En Venezuela apareció la terrible fiebre, que esparció su simiente amarilla, como la muerte misma, por el campo dilatado y desprevenido. Se cebó en algunas casas desafortunadas hasta convertirlas en anticipados cementerios de personas que apenas malvivían. Muchos espacios venezolanos representaron un ejemplo de los estragos de la terrible fiebre. En estos sitios, muertos, para la época, la historia se congela y los escombros se enaltecen. Esas zonas eran de carácter enfermizo para sus habitantes debido a la humedad que reinaba y porque se presentaban diversas pestes que diezmaban la población.
Tiempo después, otros pobladores terminaron viviendo en los sitios reservados a los muertos. En ese entonces la gente se levantaba, abría las ventanas, se
asomaba y hundía su mirada inquieta tratando de penetrar las sombras. Escalofríos de pánico recorrían el cuerpo de los trujillanos, me confesó en una oportunidad mi difunto padre. Eran tiempos en que los vientos norte se presentaban inclementes, como nunca, y recorrían la región andina derramando resfriados, anginas, gripe y pulmonías que se unían a las calenturas que mermaban la población.
Desde 1936, época en que apareció el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social (MSAS), hasta nuestros días, los distintos gobiernos han registrado cruzadas para eliminar, dentro de las posibilidades y recursos, enfermedades como: paludismo, viruela, tifoidea, tuberculosis, bilharziasis y gastroenteritis. Hoy, la calentura y escalofríos de antaño son sustituidos por una siniestra pandemia, por lo tanto, la batalla debe ser a sangre y fuego, hasta lograr vencer ese invisible, pero mortal enemigo.
En la Venezuela de la década de 1930 la muerte tenía muchos nombres. Una de ellas era llamada “La económica”, en algunas regiones del país, porque mataba la gente en tan solo 24 horas. El mosquito anófeles mandaba a la gente a vivir varios metros bajo tierra. Las crónicas periodísticas de la época, detallan que cuando moría un parroquiano, colocaban el cadáver en una caja o una parihuela y lo llevaban al cementerio, apenas daba tiempo para depositarlo en la fosa, porque inmediatamente debían regresar al lugar de origen, donde ya los esperaba otra víctima.
En el año 1945 se realizó en Morón, estado Carabobo, la primera fumigación con dicloro-difenil-tricloroetano, con el fin de erradicar las enfermedades tropicales desatendidas. Las casas quedaban identificadas con las tres letras que se volvieron clásicas (DDT) y el símbolo que se esparció por todo el país (MSAS). Para la época, el DDT era un secreto militar muy bien guardado por los militares norteamericanos que se enfrentaban a las naciones del eje fascista. Con él, intentaban proteger a sus batallones en las zonas palúdicas.
Noel Álvarez
Noelalvarez10@gmail.com
@alvareznv
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE
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