“Hay una historia por escribir en Venezuela” -dice el historiador Naudy Suárez- “que podría tener como designio esencial investigar (…) cómo han hecho acto de presencia en ella dos modos contrapuestos de conducta política y social: la concertación y el enfrentamiento”. Los preliminares del estudio que aborda (2006, “Punto Fijo y otros puntos: los grandes acuerdos políticos de 1958”) apuntan a una desoladora conclusión: desde 1830 y “para desgracia de muchas generaciones de venezolanos”, ha dominado la segunda, un lapso que el autor compara con un ancho cementerio que acoge a los cadáveres de “oportunidades perdidas para el diálogo, el acuerdo y la cohesión”.
Crónica de conatus que no tuvieron chance de desarrollarse en país “secularmente signado por la guerra y las dictaduras”. De fallidos intentos por sintonizar los ímpetus de rivales como Páez y Juan Crisóstomo Falcón. De absurdas movidas de supresión de toda disidencia por parte del auto-mentado liberal Antonio Guzmán Blanco. De rendición de élites intelectuales que tras impulsar posturas de claro talante democrático, aceptaron “el trueque de paz por libertad”, la bota que Gómez hundió en sus pescuezos. De buenos pujos por implantar un ambiente de paz social sin represión, atisbos de reformas que al no contar con el espaldarazo decidido de gobernantes como López Contreras o Medina Angarita, se licuaron en la desesperación. De expectativas volcadas en la Revolución de octubre, la luminosa promesa de Gallegos de convertirse en “el Presidente de la Concordia” y la desilusión que sobrevino con el golpe militar, la dictadura que Pérez Jiménez atornilló a punta de sangre y miedo. Todo ese ejercicio que anticipa la forja del “espíritu del 23 de enero” habla de vuelos truncos y aterrizajes forzosos en predios del desencuentro, de la propensión no a consolidar voluntades y condiciones para la unidad nacional, sino más bien a frustrarlas.
Tras la digresión de 40 años de esa democracia que se inaugura en 1958, “el año de la concertación en Venezuela” -época cuyos saldos, definitivamente, arrojan más luces que sombras- volvemos a topar con similares atascos. El presente lanza una mueca triste que se agrava en virtud de la emergencia humanitaria compleja, la tragedia de base agudizada a su vez por el avance del coronavirus, la parálisis económica que promete tragarse con apetito pantagruélico lo poco que queda en pie mientras la cuarentena sigue alargándose. Motivos sobran para explorar la pertinencia de un acuerdo mínimo, una articulación básica, un arreglo institucional que nos salve de ser arrollados por la estadística que va dando cuenta del estrago de la pandemia en Latinoamérica, y cuyo avance en ciudades como Lima, Manaos o Guayaquil ya “compite con los peores brotes del mundo” según reporta The New York Times. Pero a contrapelo del ultimátum, la disposición a entendernos brilla por su ausencia.
Sumando a la ristra de malogradas oportunidades para apelar al sentido común y promover el ganar-ganar, las élites políticas siguen aferrándose a sus inamovibles posiciones. El enfrentamiento marca el pulso de una relación que, antes que evolucionar para al menos dar alivio puntual al daño, sólo abona al indetenible, agotador, estéril escalamiento del conflicto.
Los abusos y la ineptitud el gobierno, cabal generador del derrumbe que sabemos, lucen más obvios en la medida en que el encierro forzoso se hace insuficiente para contener y gestionar el impulso más básico: comer y dar de comer. La oposición hegemónica, por su parte, lejos de ofrecer contrastes que subrayen las diferencias de forma y fondo que la separan de su adversario e inexplicablemente desconectada de la realidad, recurre a los mismos atajos que en 2002, 2014, 2017 ó 2019 demostraron su nulidad. ¿A alguien podrá sorprender que civiles sin poder fáctico, competencias ni ejércitos fallen redondamente al intentar contrapuntear con un gobierno militar en un terreno que este domina naturalmente, y con amplias ventajas?
Difícil no advertir allí los mohines de una “marcha de la locura”, la decisión una y otra vez tomada a espaldas de la evidencia; “política contraria al propio interés”, como bien la retrata Tuchman. Luego del bochorno y los moretones que dejó el 30A (cuando este grupo de dirigentes ansiosos por demostrar que la vía de la abstención era la correcta, decide “tomar el cielo por asalto" azuzando un enteco motín de soldados), ¿cómo entender esta nueva irrupción del síndrome del sí-o-sí, la renuncia a hacer política, el ominoso trato con mercenarios? ¿Cómo excusar la porfía infantil, el vulgar trámite de la impotencia, la incapacidad para reconocer las fortalezas propias, las debilidades y las verdaderas zonas de oportunidad; para saber dónde, como plantas carnívoras, prosperan las tentaciones del chacumbelismo?
Esa deriva autodestructiva a la que alude la reflexión de Naudy Suárez parece estar haciendo fiesta hoy, efectivamente. El impulso de cambio se pervierte en momentos en que planes como el descrito en el contrato que involucra a figuras del interinato, tienden no sólo a regalar coartadas a un régimen entrenado para sobrevivir “como sea”, sino a deslegitimar la razón de los demócratas. Y a erosionar, por ende, la cualidad del apoyo que el mundo libre nos brinda.
En medio del naufragio, no obstante, cobra peso la idea de que sólo un acuerdo forzado por la amenaza global pudiese ayudarnos a ver alguna luz. Al recordar las negociaciones entre EEUU y Vietnam, o las que hubo en Sudáfrica, a pesar del apartheid; las de Irlanda del Norte, Guatemala, El Salvador o Colombia, Joaquín Villalobos lo pone así: “en un conflicto negociar no es rendirse, sino luchar en otro terreno que demanda paciencia, persistencia y pragmatismo”.
A sabiendas de que a Maduro quizás no le urge una solución pactada, pero al país sí, habrá que ver cuánta capacidad tenemos para vigorizar esas voces pacientes, persistentes, pragmáticas y responsables que reconocen que acompañar los desbocamientos del extremismo no puede sino pagarnos con el más épico de los fracasos.
Mibelis Acevedo D.
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