La apelación al “coraje” de los políticos, por
ejemplo, no es noción inmune a ese síndrome. Sacar la espada y aupar el
revanchismo a veces parece valorarse más que ser sensato, dudar, consultar,
mostrarse vulnerable, plantear fórmulas de acuerdo que involucren la
participación plural y colectiva. El sentido útil, prudente e integrador de la
política carece de “charm” para algunos. La figura del héroe trágico,
silenciada oportunamente por el pragmatismo del siglo XX, reaparece para elevar
el Fatum a categoría objetiva. Forjada en las candelas de la polarización, la
gesta de tales adalides ha calzado perfectamente en las hormas reduccionistas
de las redes. La democracia no avanza ni gana adeptos, advierte Freedom House.
Un nuevo estado de consciencia, sí, marcado por la liquidez de los tiempos y el
marketing de la neo-redención.
En 1841, por cierto, Thomas Carlyle afirmaba que los
genuinos arquitectos de la historia eran los Grandes Hombres. Seres destinados
a gobernar, faros cuyo ego trascendental y voluntad seducen a las masas y las
vuelcan hacia sus ideas, reiniciando así los tiempos. El héroe político que
Carlyle preconiza es un individuo empujado por la causa de los hechos, un
“hombre capaz” dispuesto a dar su vida por aquello que cree verdadero. “La
historia del mundo no es más que la biografía de los grandes hombres”, sentencia.
Escamado ante el “siglo escéptico”, el XVIII, y ganado por la impronta del
romanticismo alemán, lo llamativo es que no dudó en divorciar las obras del
héroe de sus consecuencias a largo plazo. “¿Utilidad, influencia, efecto? Haga
cada hombre a su labor; el fruto está al cuidado de otro, y no de él”.
¡Ah! No cuesta distinguir en esa separación entre
decisiones y efectos cierta desestimación de la responsabilidad política. Casi
una patente de corso para equivocarse ad infinitum, sin que ello implique obligación
ética de rectificar. En tanto mártir potencial, “el héroe nunca se equivoca”,
parece susurrarnos. En ese sentido, reconocer el error podría verse como una
muestra de debilidad, el envés del socorrido coraje.
A ese fondeadero prepolitico, usado como cebo que
atrae a los desencantados por las gestiones del liderazgo tradicional,
retroceden aquellos que en Venezuela hablan incluso de enmiendas, pero en los
hechos siguen renuentes a cargar con el costo público de sus traspiés. Ajenos a
la necesidad de perfilar una conducción que asuma sus limitaciones, impulse la
cooperación, aprecie la veta de la ocasión y priorice la emergencia, están los
que pudiendo dar al arrepentimiento un sentido práctico prefieren paralizarse,
indignados, irreductibles. Y no ver más allá. Entretanto, la población se sume
en la incertidumbre, la irresolución, las amenazas de todo pelaje.
¿Y si tras el despliegue de bravura lo que cunde,
irónicamente, es miedo? Miedo a desdecirse, a no poder lidiar con los reclamos
de coherencia que, es natural, surgen y seguirán surgiendo. Miedo a desagradar,
a sufrir la presión de grupos de interés o a inhibir el apoyo de sectores que
glorifican el “nunca” y demonizan los matices. Miedo a las honduras de la
Parresía, la “palabra veraz”; a romper paradigmas auto-impuestos. A reconocer
que la idea que sedujo por el aparente puente que le tendía al deseo, acabó
siendo abismo.
A santo de esa reflexión sobre el coraje del político
-en las antípodas del héroe romántico, que sólo debía lealtad a sí mismo- J.F.
Kennedy escribía en 1956 “Perfiles de coraje”. Allí desgrana los casos de ocho
senadores que, movidos por su sentido de responsabilidad con el nosotros, se
atrevieron a desafiar la opinión de partidos y electores. La admisión de su
propia falta -haberse abstenido en el Senado a la hora de censurar al promotor
de la purga anticomunista, el republicano Joseph McCarthy- sirve a Kennedy de
personal acicate. Consciente de que los extremos nunca se sentirán satisfechos,
concluye que “el acuerdo no es sinónimo de cobardía”. El tiempo no resta fuerza
a su afirmación.
Lejos de la primitiva intransigencia que trunca todo
chance de evolución, nuestro país demanda la clase de coraje que permite
transformar la indignación en movilización; que impele a articular visiones,
espacios y metas. Esa discreta “heroicidad” de quien reconoce su humana
finitud, seguramente rendirá más frutos que el frenesí que mucho abarca y poco,
casi nada aprieta.
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Venezuela
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