En tiempos difíciles, transidos por ideologías destructoras, algunos de los filósofos en los que me he concentrado han ahondado en el valor de la persona humana concreta y en el dinamismo natural, metafísico, de la realidad. Von Hildebrand escribió una metafísica de la comunidad; Gabriel Marcel ahondó en una de la esperanza. Muchos de ellos, asociados a la corriente de pensamiento conocida como personalismo, vieron la necesidad de profundizar en las relaciones interpersonales, en los fundamentos metafísicos de la comunidad, para iluminar la orientación de una Europa fracturada por la guerra y herida en sus entrañas. Sus reflexiones me han llevado a pensar acerca de una metafísica de la transición. Pienso que es posible describirla si atendemos a lo que es el hombre y el curso histórico (a lo que revela de nosotros, y de la realidad, el hecho de estar sujetos al paso del tiempo).
Todos estos pensadores, muchos de ellos católicos, otros protestantes y otros judíos, se iluminaron unos a otros en una búsqueda común por discernir qué revelaban del hombre los sufrimientos experimentados. Con las variantes propias de cada itinerario personal, todos coincidieron en que la naturaleza humana tiende a la apertura y a la primordial relación con los tú que nos son más próximos. La relación base, es decir, la fundamental de las que dependen todas las demás, es la del yo consigo mismo. La primera gran conciliación o disociación emerge en la intimidad y revela la conexión o desconexión entre nuestra inteligencia y nuestro corazón. Cuando aquí hay rupturas, las relaciones personales se tornan conflictivas e impregnan de desencuentros nuestro entorno. Cuando logramos conciliar las tensiones interiores, con humildad y sinceridad renovada (porque esta revisión es permanente), nos disponemos a acercarnos a los demás y abrirnos a lo real (a lo que es): a no eludir.
La turbación y la angustia, la infelicidad y la desesperación, indican que algo en nosotros no va bien. Esta insatisfacción deja en evidencia la pugna tal vez inconsciente con un contrario que desearíamos tener: esa paz y felicidad difícil de encontrar. Nadie que esté en su sano juicio quiere ser infeliz hiriéndose a sí mismo y a los seres que quiere. Esto evidencia que si bien somos libres y por lo mismo distintos unos de otros, hay sin embargo leyes que rigen la naturaleza humana y ponen de manifiesto -en los efectos, en las consecuencias de nuestros actos- la maldad intrínseca de ciertas decisiones, políticas o ideologías. Nuestra Venezuela fracturada es un perfecto reflejo de estos efectos disociadores.
Los seres humanos somos complejos y las variables que pueden intervenir en esa fractura interior de la que hablo son muchas. El odio, los remordimientos de conciencia, la soberbia, la avaricia, la envidia, la malicia del corazón, y ante todo, la falta de sinceridad para reconocer lo que sucede en nuestro interior y poder así re-conciliarnos con nosotros mismos, son siempre realidades que hacen conflictiva la intimidad. A estas tendencias naturales en todo hombre hay que añadir, en nuestro caso, la violencia disgregadora del régimen, orientada intencionalmente a abrir esas heridas con que todos nacemos. Las carencias y dolores de todo tipo agudizan la desesperanza y paralizan, pues el sufrimiento acumulado e intenso surte el efecto de la anestesia: dopa, adormece las emociones y puede llevar a las personas a rendirse ante la sensación de impotencia. El mucho dolor debilita y es también una variable que puede fracturar la intimidad y hacerla manipulable.
Estos filósofos fueron hombres y mujeres de una profunda calidad humana, pues habiendo vivido sufrimientos intensos y desgarradores, optaron por superar el encierro en sí mismos al que puede conducir todo proceso destructor, para conciliar su razón con su corazón, atendiendo al íntimo deseo humano de felicidad. Y este deseo, para ser satisfecho, precisa de la apertura a la realidad y al perdón. La tendencia a desear algo mejor sugiere ya la intrínseca aspiración a la superación de uno mismo y a un fin que trascienda la mera utilidad práctica y oriente las vidas otorgándoles un sentido más profundo.
Experimentamos las consecuencias de un sistema cerrado: replegado sobre sí mismo y de camino, tal vez sin advertirlo, hacia el suicidio. Todo encapsulamiento del yo genera una profunda tristeza disgregadora y desorientadora. La crisis avisa que la obsesión de imponer un plan que no calza con las necesidades humanas -porque es antinatural e inhumano-, puede conducir al país a la violencia. Y avisa, también, que hemos olvidado la intimidad. Por eso todo proceso destructor es deshumanizador.
Resulta esencial atender a cómo es el hombre y cómo es la realidad, a partir de la observación de la experiencia. Todo sugiere que en lo más íntimo aspiramos a la felicidad, a la paz, a amar y ser amados. La dinámica de la cotidianidad evidencia que las comunidades tienen una base ontológica que funda nuestra natural tendencia al diálogo y a la comunión con los demás. Por eso afectan tanto los golpes que la destruyen.
El hecho de que el hombre camine, además, hacia adelante y se abra siempre a un mañana es también indicio de que el curso histórico (la vida) tiende a un fin que debe tener un sentido que trascienda inclusive este tiempo fugitivo, porque de lo contrario, me pregunto, de verdad, ¿qué sentido tiene vivir si todo acabará con la muerte? ¿Para qué tantos esfuerzos y búsquedas? ¿Por qué amar a los seres queridos si todo acabará un día?
En el hombre, todo indica que tendemos a la apertura, al mañana, a la trascendencia de esta vida y a un modo de enlazar con los otros que supera el pragmatismo. Por eso, toda transición comienza en la propia intimidad, cuando reconocemos nuestros focos de maldad y nos abrimos al otro, reconociendo sus necesidades. La verdadera realidad se está imponiendo y nos pide ser mejores. Sin abrirnos al “rostro” del otro, como diría Lévinas, tampoco descubriremos el nuestro. Y por este camino no nacerá un “nosotros” ni una nueva Venezuela.
La transición se concreta en acuerdos; rehace y fortalece vínculos y ante todo, construye: ordena las partes de un todo aclarando el panorama con propósitos orientadores. Todo lo que cada uno hace o deja de hacer, calla o dice, surte efectos en cadenas y en medio de unas circunstancias que nos han forzado a salvarnos por nuestra cuenta, hay que tomar conciencia de que el trabajo es comunitario. Nada deja de tener efectos. Lo pone de relieve la progresiva fragmentación del caos que vivimos.
Empecemos por nuestra intimidad y no olvidemos que el futuro es abierto.
Ofelia Avella
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