Venimos de la noche y hacia la noche vamos
Atrás queda la tierra envuelta
en sus vapores.
Vicente Gerbasi
Termino de leer las conmovedoras memorias de Carlos Alberto Montaner y la impresionante «La creación de un continente» del gran escritor peruano Francisco García Calderón. Digo conmovedoras para referirme a la obra de Montaner porque, sin mucho esfuerzo, logra que sea el adolorido pueblo cubano y, señaladamente, el eterno exilio al que ha sido condenado, los que hablen a través del autor.
García Calderón fue tenido como el mejor intérprete de la suerte de la América Hispana y uno de los más destacados miembros de la generación de 1930. Con Rodó y otros escritores proyectaron una imagen optimista de Latinoamérica, en correspondencia con el brillo singular de la generación libertadora, cuyo emblema fue Simón Bolívar y su dictum, la patria americana es una sola.
El impacto mundial de la batalla de Ayacucho en 1824 fue tan contundente que a nadie pareció una demasía la aspiración americana de crear el modelo continental más elevado en lo moral, lo político y lo material. Rodó sintetizó semejante aspiración en su obra Ariel, que equivaldría a un continente nuevo dirigido por el espíritu del aire que Shakespeare, en su obra La Tempestad, había identificado con lo moral, lo espiritual.
Un brillante anarquista y gran pensador, Manuel González Prada, usualmente de expresiones maximalistas, aceptó al Ariel de Rodó y Shakespeare añadiendo una frase que recordaba que, además del espíritu ético, era fundamental la educación: «Ariel lleva en sus alas el polvo de una biblioteca».
La definición más sencilla de lo que puede ser un caudillo es alguien que ejerce el poder sin que la ley lo alcance, Bolívar, San Martín, Páez fueron ilustres conductores que en momentos críticos pesaron más que la ley, fueron caudillos su «pesar», pero las repúblicas constituidas dieron lugar a caudillos a su «mandar». Obsesionados por las mieles del poder, apartaron el estado de derecho y tendieron a perpetuarse en el mando, algunos más ilustrados que otros, pero todos encaminados a la reelección indefinida, Porfirio Díaz en México, Rosas en Argentina, caudillo a caballo organizador de La Mazorca, salvaje grupo paramilitar, Castro y Gómez en Venezuela.
Derretidos escribanos embellecieron las autocracias, pero es justo reconocer que algunos de ellos fueron muy destacados escritores: Laureano Vallenilla fue, sin duda, un excelente sociólogo y el mejicano Emilio Rabasa, profesor de Derecho Constitucional y autor de la obra «La Constitución y la Dictadura».
El hecho es que salvo excepciones importantes, como México bajo Porfirio Díaz o Brasil, en general la América Hispana que tantas esperanzas despertara con el alienismo, entró en proceso de decrecimiento lamentable por su doble significado, retroceso económico y retroceso de la institucionalidad democrática.
Fue un fenómeno indetenible agravado por la irrupción, como por asalto, de las ideologías duras. Por una parte, la cháchara del dictador o el gendarme necesario y, por la otra, la dictadura del proletariado postulada por Marx y desarrollada por Lenin y Stalin.
Esa doble arremetida ha resultado extremadamente perniciosa. El ambiente de alegre creatividad que dio lugar a teorías optimistas sobre el destino de América Latina, a reflexiones profundas sobre la inmigración selectiva en función de las necesidades de desarrollo, ha sido desplazado por un enervante pesimismo puesto a la caza de cualquier signo positivo para hacer befa y conjurarlo como si fuera una forjada falacia y no un destello de verdad.
La educación misma como complemento esencial del crecimiento del país previsto por pensadores de la calidad de Alberdi, Andrés Bello y Sarmiento, fue objeto de desprecio. En realidad, todo lo que contraviniera el dogmatismo leninista está siendo barrido desde el poder. No obstante, la educación libre y democrática resiste y recupera la ofensiva porque su sino es vencer.
Precisamente, la educación establecida como sistema tiene un enorme poder auto corrector. Una vez que ha arraigado en el alma colectiva, ya no es fácil proscribirla, al igual que la democracia y el sufragio, deriva su fuerza de la conexión profunda entre lo que se aprende y lo que se hace. Se afirma en la práctica y se manifiesta en las actividades más diversas.
Eso me permite volver sobre las memorias de Carlos Alberto, algo en particular me llamó vivamente la atención y es la honradez y valores que encontró en los seis meses que estuvo asilado en la embajada de Venezuela en Cuba. Me enorgullece la opinión de Montaner sobre los demócratas venezolanos que le brindaron protección en momentos tan duros: «Venezuela tenía tres grandes casas llenas de asilados. En total, protegieron y alimentaron durante meses a más de trescientas personas sin pedirles nada a cambio. Me gusta repetir que yo conocí la Venezuela decente.
Venezuela, cuyos diplomáticos veían como algo terrible y propio lo que sucedía en Cuba y se arriesgaban a buscar perseguidos y llevarlos ocultos en el maletero de los autos hasta las casas protegidas por la bandera venezolana.»
Queda probado, una vez más, que la democracia es movimiento, movimiento hacia la democracia.
Américo Martín
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@AmericoMartin
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