Fundidas y confundidas como si fuesen hermanas gemelas, la república y la democracia parecen destinadas- por de pronto en estas latitudes- a obrar a la manera de los sinónimos. En parte debido a la tentación, tan común entre nosotros, de generalizar al voleo términos y realidades que desconocemos, y, en parte, merced a ciertas razones de concesión política, la citada coyunda conceptual ha echado raíces, al extremo de presentarse cual si fuese una verdad revelada.
Si todo no pasase de una disputa académica, el asunto carecería de importancia, más allá, claro, de los cenáculos dedicados al estudio de las ideas. Pero el asunto excede con creces el ámbito de la reflexión teorética. Entre otros motivos, porque, aun cuando no parezca, puede condicionar el derrotero institucional del país.
Sin necesidad de desandar la historia para prestarle atención a los orígenes del problema, la democracia y la república ni son gemelas ni nacieron hermanadas ni arrastran en su trajinar características semejantes que permitan trazar, a su respecto, un denominador común. Las dos hicieron su aparición en el mundo antiguo-una en Grecia, y la restante, en Roma- y desde entonces siguieron caminos coincidentes o divergentes según las circunstancias. La democracia ateniense no era republicana, de la misma manera que la republica romana no era democrática.
Traer a comento estos datos no tiene por objeto ensayar una comparación imposible entre Pericles y Cicerón y nosotros, sino poner entre el tapete un principio- el mayoritario- que el gran ateniense apuntó en su famoso discurso del año 441 antes de Cristo, al despedir a los primeros ciudadanos muertos en la Guerra del Peloponeso. Cuando en esa oportunidad dijo el orador- que el gobierno democrático recibe su nombre en razón de que no depende de una pocos, sino de la mayoría- sigue siendo aun hoy, la condición necesaria de este régimen político. La democracia es, al mismo tiempo, una ideología de la igualdad y una técnica- no necesariamente neutral. Para determinar la manera como se distribuye y ejerce el poder en correspondencia con los votos obtenidos por los partidos.
Tiene, pues, por base limitar el número. De aquí que no haya faltado a la verdad Carl Schmitt al sostener: “El 51 por ciento de los votos en las elecciones da por resultado la mayoría parlamentaria; el 51 por ciento de los votos del Parlamento produce el derecho y la legalidad”. Es cierto que, si la mitad más uno se obtuviera aherrojando los derechos y garantías de las demás facciones políticas y de la ciudadanía en general para competir electoralmente en igualdad de condiciones, no habría democracia. Sino alguna variante devaluada que haría usurpación de título.
Por eso, nadie consideraría seriamente que las democracias populares de Europa comunista o el PRI mexicano en sus épocas de dominio hegemónico o las denominadas democracias orgánicas de ciertos regímenes con reminiscencias fascistas fuesen sistemas en los que la legitimidad descansara sobre la voluntad de la mayoría transparentada en elecciones libres de toda coacción. Salta a la vista que, en cualquiera de las experiencias mencionadas, ni el principio mayoritario era tomado en cuenta ni existía una oposición digna de ese nombre que tuviera la posibilidad de transformarse en alternativa de poder.
Es evidente que, ante la ausencia de unanimidad en cuanto hace al manejo de los asuntos públicos de una sociedad cualquiera, debe gobernar el más votado. Pero si todo se agotara en este dato, quedaría satisfecha la democracia e insatisfechos el Estado de Derecho y la república.
Lo antes expuesto lleva a conclusiones que no riman con lo que es costumbre escuchar en las discusiones de carácter político. La idea de que la democracia- dicha así, a secas, sin ningún calificativo ulterior- es santa inmaculada e inmarcesible en cuanto a sus valores resulta una falsedad manifiesta. La cuestión no se prestaría a tantos y dolorosos malentendidos si no diéramos por sentada la sinonimia conceptual a la que hicimos referencia al principio de este artículo. El error de creer a pie juntillas que la democracia supone necesariamente el respeto a las minorías, la división de poderes, la periodicidad de los cargos y la renovación permanente de los funcionarios que lo ejercen, importa una confusión peligrosa. La democracia puede ser republicana y atenerse a los preceptos del Estado de Derecho, aunque no siempre lo hace porque no está obligada a ello. Pero también puede hacer valer el peso del número, y el número- ya lo sabemos- es indistintamente liberal, conservador, radical, fascista o comunista.
Sixto Medina
sxmed@hotmail.com
@medinasixto
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