sábado, 9 de enero de 2021

JOSÉ LUIS MÉNDEZ LA FUENTE, DÍA DE REYES EN LOS ESTADOS UNIDOS

El Día de Reyes no se celebra en los Estados Unidos, pero este 6 de enero que acaba de pasar será recordado por los norteamericanos durante mucho tiempo como una fecha aciaga, como el día en que una turba enardecida asaltó uno de los símbolos políticos más representativos de aquel país: el Capitolio del Congreso. Un Congreso que además estaba sesionando para certificar no los votos de los ciudadanos sino el de los compromisarios que representan a los votantes, es decir, los resultados del Colegio Electoral.

Ver las imágenes de lo ocurrido pienso que a muchos le trajo a la memoria por el impacto de las mismas y la magnitud de sus consecuencias, lo ocurrido el 11 de septiembre del 2001, cuando el terrorismo destruía lo que hasta ese momento era considerado igualmente un símbolo, aunque no político sino comercial, el de las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva York; un atentado que le costó la vida a miles de personas. 

En lo acontecido hace un día, no obstante que hubo víctimas, pudo haberse producido una tragedia humana de grandes proporciones, pues ahí estuvo merodeando la mecha de una guerra civil. Basta considerar que la estadounidense es la población más armada del planeta, y ejemplos de ello los hemos tenido de manera abundante en los medios durante el año que acaba de finalizar, a través de las imágenes transmitidas sobre las diversas manifestaciones de protesta contra el asesinato por la policía de personas de raza negra, mostrando a la gente con armas de fuego de todos los calibres, al igual que lo estaban quienes entraron al Congreso de manera violenta.   El Día de Reyes pasado, no fue la destrucción de un edificio y de innumerables vidas humanas lo único que estuvo en juego sino el de la democracia, un baluarte en la historia de aquel país, junto con el las libertades, como base de la forma de vida de la sociedad norteamericana. Lo cual no significa que no haya quedado resquebrajada y muy, pero muy tocada. 

Donal Trump anunció semanas antes de las elecciones que le iban a hacer trampa y podía perderlas. Una predicción, la de que no sería reelecto, que se cumplió y para la cual ya había adelantado una explicación, una excusa, que no deja de resultar extraña si caemos en la cuenta de que a diferencia de lo que indica el sentido común, y los ejemplos sobran en países como Venezuela, no es la oposición demócrata la que advierte de un posible fraude electoral, sino asombrosamente quien gobierna el país y controla una gran parte de sus engranajes y mecanismos de poder entre los que se encuentran además del senado, la fiscalía, la designación de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Trump nombró tres durante su mandato, de varias agencias federales, de la CIA, el FBI, y de varias gobernaciones, entre otras.  

De entre esas gobernaciones habría que detenerse en la de Georgia, un estado clave para entender lo que dijo e hizo Trump al incitar a sus seguidores, los que sin ser los círculos bolivarianos de Chávez se parecían bastante, para que rodearan el Capitolio del Congreso y luego a que irrumpieran violentamente en su interior.  

En Georgia, un estado republicano, con un gobernador de ese partido, y convertido en estas pasadas elecciones en el último reducto del trumpismo, Biden le ganó por un muy estrecho margen de unos once mil votos, en una muy cerrada votación que se decidió cuando apenas faltaba un dos por ciento de las papeletas por contar. Una remontada que al principio parecía imposible porque Trump iba adelante, pero que finalmente se dio, como en una emocionante carrera de caballos, en la cual Biden ganó por una nariz. Este comportamiento de la votación del 3 de noviembre que le sirvió a Trump para alegar fraude y recordarle a la gente aquello de “se los dije”, tal como lo hizo previamente con los resultados de  Pennsylvania, Arizona o Wisconsin, donde perdió también en forma apretada, no tendría pleno sentido, el correcto, el verdadero, si la elección de los dos senadores pendientes en Georgia no se hubiese efectuado, posteriormente, el pasado lunes 5 de enero. Ese día, en horas de la noche, quienes pudimos seguir el conteo por televisión observamos exactamente lo mismo del 3 de noviembre. Los dos candidatos republicanos iban ganando por un estrecho margen, hasta que al llegar al 95% de los votos escrutados, las posiciones eran de empate técnico, con diferencias insignificantes, que los candidatos demócratas comenzaron a superar para obtener la victoria; en el caso de Jon Ossoff, cuando quedaba tan solo un 1% de los sufragios por leer. El mapa del estado dividido por colores y condados, era el mismo esa noche que el de las elecciones presidenciales, y el desarrollo del conteo, idéntico, mostrando un mismo patrón en el voto que no da pie para interpretarlo como un fraude, sino más bien como prueba de todo lo contrario. Una prueba final que se suma a otras en los tribunales, donde las demandas de timo electoral por parte de los abogados de Trump han sido rechazadas, o, a las acusaciones sin soporte alguno efectuadas a través de los medios y redes sociales. 

Georgia no solo le dio la razón a Joe Biden, le dio además los dos puestos que necesitaba para tener también una mayoría en el senado y dejarle el camino libre de obstáculos a su gobierno. Pero sobre todo, Georgia ha servido para demostrar de lo que es capaz el populismo cuando no hay escrúpulos y se tiene el atrevimiento de retar al sistema, de ponerlo a prueba e incluso exacerbarlo, de convertir el  derecho a votar y a elegir del ciudadano  en un sentimiento de idolatría popular, de culto a la persona y no a la institución, de pleitesía al hombre y no a la autoridad que representa, o de hacerle creer a los ciudadanos para los que se gobierna que un golpe de estado es un derecho o una revolución.  

Lo grave en el caso del presidente Trump, no es no que una muchedumbre en su apoyo, armada, con banderas de la guerra civil, y actitudes anárquicas de desprecio a senadores y diputados, sobre alguna de cuyas mesas llegaron a poner los pies o a sentarse, en franco desafío o desconocimiento de su autoridad, se hubiese metido a la fuerza en el Congreso para impedir que corroborasen a Biden, y no pase nada. Lo verdaderamente preocupante es que Trump haya logrado dividir a los norteamericanos haciéndoles perder la confianza en sus instituciones, hasta el punto de convencerlos de que son esas instituciones de más de doscientos años sobre las cuales se levanta el desarrollo y crecimiento de los Estados Unidos, las protagonistas de una gran conspiración en su contra.  

Hemos dicho en artículos anteriores que todos los populismos son iguales y que entre Chávez y Trump, salvo el color de tez o el idioma, no hay mayores diferencias; pero puede que después de este pasado Día de Reyes, tal vez si haya una. Nos referimos a la mayor o menos rapidez con la que actúan. A Chávez, por ejemplo, le llevó una larga década poner a su país patas arriba, a Trump, sin embargo, solo le bastaron cuatro años. 

José Méndez
xlmlf1@gmail.com
@xlmlf
Venezuela

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