María Blanco reseña el libro de Deirdre McCloskey y Alberto Mingardi, El mito del estado emprendedor.
Uno
de los fenómenos más repetidos en la historia reciente es el descubrimiento de
cosas que ya están inventadas, como el "nuevo hombre", "el nuevo
periodismo" o "el Estado emprendedor".
En
el libro escrito conjuntamente por Deirdre McCloskey y Alberto Mingardi, The
Myth of the Entrepreneurial State (El mito del estado emprendedor), publicado
recientemente, se desvela la falacia del descubrimiento del estado emprendedor
por la economista italo-estadonuidense Mariana Mazzucato.
La
exitosa autora es asesora de Naciones Unidas, del presidente de la OCDE, de
gobiernos como el escocés o el italiano, de la Comisión Europea, de la NASA; ha
recibido todos los premios; tiene cuatro doctorados honoris causa, y un CV que
hace palidecer al lucero del alba.
Y,
sin embargo, en su libro más famoso, Mazzucato descubre, de nuevo, la
cuadratura del círculo. Por eso es tan importante el trabajo de Mingardi y
McCloskey, que recuerdan lo trasnochada que está esa idea de un Estado que,
actuando cual emprendedor, beneficia a todos y es eficiente.
Sin
embargo, la ocurrencia de que los gobernantes deberían ser exitosos
industriales se remonta al aristócrata inspirador del socialismo utópico,
Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon. En su Catecismo de los
industriales (1823-24), Saint-Simon defendía que los industriales eran quienes
debían llevar las riendas del país ya que son los más interesados en mantener
la tranquilidad, en la economía pública, en limitar la arbitrariedad, y son los
administradores más eficientes.
Lo
que le parecía intolerable es que una nación esencialmente industrial esté
dirigida por quienes no son productivos. No es la propuesta de Mazzucato, es la
opuesta, pero es de esta semilla de la que surge la moda del estado
emprendedor.
A
mediados del siglo XIX, fallecido el maestro, sansimonianos como Michel
Chevalier defendían el libre mercado y la empresa como medio para aumentar el
poder del Estado. Un país rico que pague altos impuestos permitirá el
fortalecimiento del Estado.
De
esta manera, el gobierno podrá acometer, como empresario, grandes
infraestructuras. No en vano, Chevalier fue quien, en 1860, firmó, junto con
Richard Cobden, el tratado de libre comercio entre Francia e Inglaterra.
Chevalier
participó en la creación del Canal de Suez y el de Panamá, y tenía la la idea
de construir el ferrocarril transmediterráneo. Fue un digno discípulo de su
maestro, Saint-Simon, quien ya había planteado la unión de los océanos
Atlántico y Pacífico, a través de un canal.
Como
recuerdan Mingardi y McCloskey, es a partir de John Maynard Keynes cuando,
después de dos guerras mundiales y una depresión económica global, se pone en
cuestión la necesidad de que sea el Estado quien estimule la demanda y adquiera
protagonismo en el mercado.
Pero
si damos la razón a Mazzucato y sus muchísimos seguidores, y concedemos que los
inversores, como explica Thaler, actúan dominados por sesgos; si aceptamos que
la sociedad es infantil e inmadura; si es verdad que las personas no vemos más
allá de nuestras narices y necesitamos depender de alguien que nos ayude, ¿por
qué tenemos que creer que los ministros del gobiernen no van a actuar dominados
por sesgos, no van a ser infantiles e inmaduros y van a mirar a largo plazo?
Sobre
todo, si analizamos las decisiones políticas de nuestro propio Gobierno, no ya
en este año 2020, sino desde hace varios lustros, no se puede afirmar que sean
los mejores líderes para guiar a nadie. Lo que se observa es, más bien, lealtad
ciega al partido por encima del interés de los votantes, cortoplacismo
patológico, superficialidad extrema y mucho gesto vacuo.
Esta
reflexión viene al caso tras leer a María Vega quien, en su artículo de ayer,
al hilo de las ideas de Mariana Mazzucato, señalaba la falta de experiencia de
la clase política española en el mundo de la empresa. Podría excluirse a Marcos
de Quinto y a pocos más. Efectivamente, el papel emprendedor del Estado no está
exento de peligros, porque no puede darse.
Un
emprendedor, por definición, como recuerda siempre Nassim Taleb, es alguien que
se juega la piel, pierde su dinero, apuesta lo que es suyo. Los malos
resultados de experimentos empresariales por el estado no lo pagan los
causantes del desaguisado, ni en dinero, ni en votos. Siempre hay un culpable
ajeno a la gestión del gobierno que permite tapar esos agujeros. Mazzucato
tampoco se juega su dinero como consejera de Enel: los gurús saben cómo salir
indemnes.
Pero
Mariana Mazzucato no es la excepción, es la economista ortodoxa más exitosa, y
más en los tiempos que corren. Como recordaban McCloskey y Mingardi, tras las
catástrofes hay que esperar un crecimiento del rol del Estado.
El
miedo, la debilidad económica, y en el caso de la pandemia, lo inesperado y la
confusión informativa, son todos ellos factores que hacen temblar las rodillas
de cualquiera y seguir al que nos dice que nos va a salvar.
Y
ahí está Pedro Sánchez, que en todos los medios de comunicación se arroga la
victoria de haber traído la vacuna, una llegada que nos alegra a todos, pero
que es obra de la Unión Europea.
Si
el presidente de España fuera Espinete, la Unión Europea la habría distribuido
en nuestro país igualmente. Otra falsedad esparcida por las redes sociales es
que es gratis: los fondos de la Unión Europea los aportamos los ciudadanos de
la Unión Europea.
Como
recordamos Carlos Rodríguez Braun, Luis Daniel Ávila y yo en Hacienda somos
todos, cariño, libro que verá la luz el próximo 20 de enero, la maquinaria
propagandística gubernamental nos engaña para que creamos que pagamos poco y
por nuestro bien.
Por
supuesto, la llegada de la vacuna es una muy buena noticia y yo soy optimista.
Creo que poco a poco iremos recuperando el pulso y que siempre sale el sol tras
la tormenta. Lo que nos encontremos cuando recuperemos la consciencia, eso es
otra cosa. Feliz año a todos.
Este
artículo fue publicado originalmente en El Español (España) el 29 de diciembre
de 2020.
María Blanco
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España
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