Allí encontró intimidad y sosiego, complicidad secreta
y ternura: lo más subyugador para un alma que busca amar. El trato directo y
franco con Dios; la implicación de la afectividad en el proceso de búsqueda
intelectual y la espontaneidad con que Teresa abre su alma para dejar en
evidencia una relación de amistad real con Jesucristo, supuso para Stein la
constatación de que había encontrado eso de lo que tenía sed su alma.
En su escrito “El castillo del alma”, Stein hace
primero un análisis del libro de santa Teresa, para proseguir a estudiarlo, en
un segundo apartado, “a la luz de la filosofía moderna”. Si bien su proceso de
búsqueda derivó en una conversión religiosa -en la que Dios intervino para
moverla a creer-, su inteligencia precisaba comprender -racionalmente- en qué
consistía el itinerario que conducía al interior del alma.
Para la reformadora del Carmelo, el alma era
“habitación de Dios” y la oración, “la puerta de entrada”. Como alumna de
Husserl, atraída por la fenomenología y su fuerte tendencia a volver a las
cosas, Stein consideró que es posible comprender la estructura del alma y
entrar, también, en su interior, sin
tener esa conciencia de que Dios habita en nosotros y que el acceso a la
intimidad es la oración.
Su encuentro con Dios fue progresivo, propio de quien
va captando señales en el camino.
El reino del alma, ese castillo en el que hay varias
moradas, tiene un muro de cerca, como bien explicó santa Teresa. Su analogía es
luminosa, pues el “yo” penetra en su interior de afuera hacia adentro. Desde el
muro de cerca, abierto a todos los reclamos que el mundo hace a nuestros
sentidos, el ser humano medianamente consciente de que tiene intimidad recorre
un camino, pedregoso y largo, que le irá conduciendo al centro interior: ese
lugar en el que habita Dios y que nos resulta invisible, desconocido, por
privar en nuestras vidas la atracción de lo sensible. La posibilidad de
perdernos en “lo exterior”; de quedar “atrapados”, “enredados” por las
realidades temporales y los placeres efímeros, impiden en muchos momentos
escuchar “el silbido del pastor”: esa voz que llama desde lo íntimo para que
atendamos a su amor.
Edith Stein explica que todo hombre puede deducir que
tiene un alma si con sinceridad advierte
que la inteligibilidad del mundo es posible por algo común entre la
realidad y nuestra inteligencia. Esto común es de índole espiritual, pues
cuando conocemos, amamos y hablamos queda en evidencia la naturaleza de la vida
que llevamos dentro: eso que somos. Nuestra intimidad, por otra parte, clama
por una vida más perfecta; tendemos a lo mejor, a más, a un más allá que dé una
razón profunda de nuestro existir. Por eso pretender reducir el ámbito de lo
cognoscible al mundo fenoménico es, por lo pronto, simplista, pues solo el
hecho de pensar sobre realidades intangibles y anhelar valores elevados indica
que una realidad de naturaleza similar hace posible estos actos humanos.
La vía para adentrarnos en nosotros mismos no es exclusivamente la reflexión. Stein insiste, como lo harán todos los filósofos personalistas, en las relaciones humanas. El trato con los demás abre el camino al propio conocimiento, pues el intercambio de subjetividades nos ayuda a vernos a nosotros mismos desde afuera, lo cual se traduce en una oportunidad para contrastar lo que nosotros vemos en nuestro interior con aquello que ven otros sobre nosotros. Esto tiene un límite, pues en lo más interior de nosotros mismos está Dios, cuyo encuentro personal clarifica nuestra intimidad como no lo hará nunca ninguna otra relación. Esa intimidad que nos es difícil de descifrar se halla en nuestro centro interior. Allí está Dios. Por eso, conocerlo a Él va de la mano con el conocimiento propio. Se trata de un descubrimiento interdependiente, pues Él está en lo profundo donde se halla, también, nuestro centro de unidad más íntimo. La experiencia de Edith Stein es la de santa Teresa, la de san Agustín y la de tantos santos o filósofos buscadores de Dios.
Los hombres podemos encubrirnos a nosotros mismos. A veces no es fácil autoconocerse. Nunca es fácil, realmente, pues la imagen que tenemos sobre nuestro ser no suele coincidir con la que tienen otros sobre nosotros o con la que se acoge a lo que en verdad somos. La ceguera interior sobre nuestra propia realidad puede deberse a una “inconsciente angustia de encontrarse con Dios”. En la medida en que se hace la luz sobre nuestra intimidad se hará también acerca de Dios y sobre la Creación entera. La realidad muestra que “nadie ha penetrado tanto en lo hondo del alma como el hombre que con ardiente corazón ha abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios ha sido liberado de todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su interioridad”.
La experiencia de Edith Stein es la de santa Teresa,
la de san Agustín y la de tantos santos o filósofos buscadores de Dios.Nuestra filósofa deja claro que es posible adentrarse
en la propia intimidad por la vía de la reflexión y de las relaciones
interpersonales; no exclusivamente por la vía de la oración, es decir, del
trato con Dios. Podemos también conocer que tenemos un alma sin ser del todo
conscientes de que en su centro habita Dios.
Lo fundamental es, sin embargo, que una vez descubierta la puerta de acceso a la interioridad, el alma que anhela plenitud acaba por reconocer que su hambre más íntima solo se sacia con el trato personal, amoroso, con Dios.
Referencias bibliográficas: - Edith Stein, en El Castillo del alma, recogido en
Escritos espirituales, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1998.
Ofelia Avella
ofeliavella@gmail.com
@ofeliavella
Venezuela
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