No hay tal que la legalización de una sustancia
peligrosa condene a la humanidad a una pandemia de su abuso. El ejemplo más
claro es el tabaco, que contiene una droga muy adictiva, además de letal, la
nicotina, pese a lo cual a nadie parece habérsele ocurrido la idea de
prohibirlo. Algo semejante pasa, con algunas diferencias, con el alcohol. Ese
sí fue prohibido a comienzos del siglo pasado en Estados Unidos, con efectos
catastróficos. También está prohibido en los países musulmanes, adonde uno no
se iría a vivir. Estas prohibiciones, sobre todo la primera, fueron un
desastre, pese a lo cual la deletérea idea siguió rondando por ahí.
Desde su pico por allá en los años 60, el consumo de
tabaco per cápita se ha reducido a la tercera parte y hasta menos en la gran
mayoría de los países, con variaciones. ¿Cómo se logró semejante maravilla?
Cuatro decisiones saltan a la vista: 1) Está prohibida cualquier publicidad que
estimule su consumo —algunos recordamos al hombre Marlboro, uno de cuyos
actores murió de cáncer de pulmón—. 2) Se adelantan campañas justamente con el
propósito contrario de hacerlo poco glamuroso. 3) Está prohibida la venta a
menores de edad. 4) Se cobran impuestos altos —un paquete cuesta más de diez
dólares en varios estados americanos—, mientras que en países como Colombia el
impuesto es ridículamente bajo. El límite obvio es que el precio no genere un
mercado negro. Algo semejante pasa con el alcohol. La única diferencia notable
es que en ese caso sí se puede permitir un consumo social moderado, mientras
que la nicotina es tan adictiva que se recomienda la abstención completa.
En las películas de Hollywood viejas siempre salía
alguien con un cigarrillo en la boca, lo que hoy se ve como una aberración. Al
igual que con las demás sustancias psicoactivas, hubo una época en que nadie
fumaba, diga usted antes del descubrimiento de América. Eso se acabó; siempre
habrá quien fume. Por lo demás, ni modos de pensar en prohibiciones cuando el
centro mundial del cultivo de tabaco es el estado de Virginia en Estados
Unidos. También allá los opioides fueron mercadeados de manera cínica por farmacéuticas
legales. Después, cuando se asustaron con los resultados, lanzaron a la gente
en brazos de los traficantes de heroína. O sea, el peor de los mundos. Pocos
ejecutivos fueron a la cárcel por todo ello.
¿Y qué pensar de que en Estados Unidos existe la
Segunda Enmienda a la Constitución, mediante la cual es legal comprar y vender
armas, de lejos más letales que cualquier droga, sea esta cocaína, heroína o de
diseño? La explicación es sencilla: abunda una dramática irracionalidad en las
políticas del mundo.
Pensemos por un instante en algo que viene
relativamente pronto: la legalización generalizada de la marihuana, dañina
aunque mucho menos que el tabaco. Se podrían cobrar los impuestos según el
contenido de THC, castigando las variedades más potentes con mayor precio, como
en parte se hace con el alcohol. Los recaudos alcanzarían para lanzar
poderosísimas campañas contra el consumo de yerba y sobraría mucho para otras
políticas sociales.
Siempre hay una minoría que abusa
de las cosas. Cuando no había drogas, podían abusar, por ejemplo, de la comida.
Una persona que pese 120 kg o más por lo general tiene un desbalance grave en
su personalidad, así aquí y allá haya unos pocos con desarreglos hormonales. En
esos casos, imposible prohibir nada.
Andrés Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
Colombia
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