Dos
sitiales dignos de deploro mantienen indisolublemente unidos a Colombia y
Estados Unidos: Colombia es el mayor productor de cocaína del mundo, mientras
que los Estados Unidos exhibe las cifras más altas de consumo de la droga en el
planeta.
Colombia
lleva más de medio siglo tratando de erradicar la producción del alcaloide y su
exportación al planeta, al tiempo que el gran país del norte hace esfuerzos
ciclópeos desde hace al menos tres décadas por detener el flujo de
psicotrópicos hacia su territorio. Ha habido ocasiones en que ambos se han
acercado algo a esa meta compartida pero el tamaño del negocio es tal y la
manera en que éste se ha imbricado con la violencia guerrillera es tan
estrecha, que la cuesta a remontar sigue pareciendo empinada.
Hoy en
Colombia se acercan a 170.000 las hectáreas cuadradas sembradas de coca y
aunque en Estados Unidos se consume marihuana, metanfetaminas, heroína y otros
opiáceos, todos con altos niveles de mortalidad, las estimaciones más
conservadoras sostienen que solo la cocaína mueve anualmente más de 100.000
millones de dólares.
En esta
batalla sin descanso a los dos países les ha tocado desarrollar una relación
muy estrecha y compartir responsabilidades que abarcan el terreno del desestimulo
a la producción en suelo colombiano y su comercio al igual que el apoyo militar
y el fortalecimiento de las fuerzas armadas colombianas.
Cuando en
el año 2012 el presidente Álvaro Uribe anunció su acuerdo para el
establecimiento de bases militares, tanto dentro del país colombiano como en el
exterior se levantaron muchas voces de desaprobación.
El año
pasado, en medio de la pandemia del coronavirus, el presidente Iván Duque y
Donald Trump decidieron, una vez más, alinear sus políticas anti- drogas y fue
así como Colombia se preparó para recibir un comando élite de los Estados
Unidos que llevaba el mandato el de montar, de la mano con el Palacio de
Nariño, una nueva estrategia de combate antidrogas. La brigada de Asistencia de
Fuerza de Seguridad adscrita al Comando Sur estaba compuesta de 45 expertos en
la lucha contra esta lacra social.
Este
contingente fue destinado a la base militar de Tolemaida luego de que sus
hombres fueron entrenados y acumularon experiencias en Irak y Afganistán.
Aunque los voceros de los dos gobiernos hacen énfasis en que la misión es
apenas una muestra del compromiso mutuo contra el narcotráfico y el apoyo a la
paz regional, la gran polvareda que se armó en torno a su traslado ha hecho ver
a los observadores capciosos que su tarea posiblemente tiene un alcance más
amplio y envuelve por igual el tratamiento a los flujos de drogas que
transitan
por la geografía venezolana con el apoyo de agentes del régimen venezolano e
incluso de sus fuerzas armadas en algunos casos.
La
presencia gringa en suelo colombiano con estos propósitos antidrogas se sigue
manteniendo con su componente militar y los gobiernos han sabido sortear la
oposición que esta actuación genera tanto al interior del país como de parte de
otros países que cuestionan la gravitación de Washington en los asuntos
internos de Latinoamérica. Pero el gran avance es que a quienes detentan el
poder en el país neogranadino les ha quedado claro que no es necesaria la
formalidad de un acuerdo público para conseguir los efectos que ambos actores
desean. Y es así como a esta hora aún Colombia alberga operaciones estadounidenses
en su territorio bajo acuerdos de cooperación previos, las cuales incluían
entrenamiento militar, confiscación de drogas y operaciones relacionadas con
comunicaciones y vigilancia. Y quien sabe cuanto más.
Lo que
ocurre en el presente en las bases colombianas donde antaño hubo presencia
formal e infraestructura de apoyo militar norteamericano- Palanquero, Apiay,
Bahía Málaga, Tolemaida, Malambo, Larandia y Cartagena- hoy en día nadie puede
afirmarlo con certeza. Pero sí existe una creencia arraigada en el dominio
público que la inteligencia estadounidense – la CIA en particular- ha sido
clave para la realización de operativos en contra de jefes guerrilleros y que
se efectúan continuamente otras operaciones como ejercicios conjuntos, brigadas
e intercambios. Todo ello bajo los paraguas antidrogas.
El elemento
central de las relaciones entre Estados Unidos y Colombia sigue siendo la
contaminación de los dos países por la narco-actividad. Si bien es cierto que
nuestra subregión sigue siendo deleznada por la potencia norteamericana,
Colombia se encuentra en un plano diferente. Y su posición preeminente hoy está
reforzada por la posición destacada que Venezuela viene desarrollando en el
criminal negocio de la droga. Venezuela es la que ha conseguido que la relación
Bogotá-Washington se atornille con mucha fuerza.
Caracas
desde 2005 cesó sus acuerdos de cooperación antidrogas con Norteamérica y sin
embargo las evidencias de que el país limítrofe a Colombia se ha transformado
en una importante ruta del narcotráfico existen. El pasado 2 de marzo el
informe de la DEA “Evaluación Nacional de la Amenaza de las Drogas 2020”,
indicaba que 24 por ciento de la producción mundial de cocaína transita por
Venezuela. Hay buenas razones para pensar que Colombia se ha vuelto un
importante lugar de observación para detectar estos flujos de sustancias
ilegales que van a parar en los Estados Unidos. Posiblemente basado en los datos
recabados desde Colombia fue que a inicios del 2020, el Fiscal General de los
EE. UU, William Barr, dio a conocer una acusación penal, en la que vincula a
Nicolás Maduro y a militares y ministros del gabinete con actividades de
tráfico de drogas junto a disidencias de las FARC y ofrece una gruesa suma de
dinero por su captura.
Medidas de
este género se constituyen en un eslabón de calibre en la relación
estadounidense con Colombia y demuestran que Venezuela ha pasado a estar
presente en todo aquello que los une o que los separa.
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