Felipe González, el expremier español, una persona muy
respetada nacional e internacionalmente, afirmó con admiración que Joe Biden es
un “socialdemócrata”. Lo dijo en el programa de entrevistas más visitado de la
televisión española: “El Hormiguero”, dirigido por Pablo Motos, en Antena 3.
Es cierto, aunque con matices. En general, hoy los
demócratas, los electores y los elegidos, tienden a parecerse a la
socialdemocracia. Muchos son partidarios de extender el Medicare a toda la
población, y no sólo beneficiar con ese seguro a los mayores de 65 años.
Asimismo, creen que si la sociedad necesita profesionales no es razonable
cobrarles los estudios a los universitarios. Lo ven, como en casi toda Europa,
como una inversión y no como un gasto. Se trata de dos medidas discutibles,
pero nada tienen que ver con la implantación de una dictadura comunista.
En cuanto a extender la cobertura del Medicare a toda
la población, la medida tiene ventajas y desventajas. El país invierte
prácticamente el 20% del PIB en gastos sanitarios –la nación a la que más le
cuesta en el planeta- y no se sabe con exactitud cuánto más tendrá que aportar.
Con relación a los estudios universitarios sucede más o menos lo mismo. USA
tiene las 100 mejores universidades del planeta y se autorregulan. Si el Estado
decide qué se va a enseñar y cómo, prerrogativas del que paga la cuenta, acaso
será contraproducente. Se corre el riesgo de que se reduzcan las innovaciones o
invenciones a niveles mucho más bajos y ya se sabe la relación de ese número
con el desarrollo general de los países.
Los demócratas instruidos son, como regla general,
además, keynesianos. Es decir, creen que el gasto público, dirigido o efectuado
por el Estado, tiene la propiedad plástica de modular la economía. Puede
impulsar o frenar el crecimiento económico a su antojo. Algo que no es tan
sencillo de hacer, dada la tendencia de la sociedad a convertir cualquier
medida transitoria en una permanente “conquista social”, agravada por la manera
dispendiosa en que se suele efectuar el gasto público en todas las latitudes.
Sería muy conveniente que quienes poseen la tentación de aumentar el gasto
público se familiaricen con las obras de los economistas James Buchanan y Gary
Becker, ambos Premios Nobel de Economía. Tal vez pongan en dudas sus
premisas.
Los demócratas “progresistas” sostienen que se
requieren más impuestos para satisfacer las demandas sociales y conseguir
sociedades más “justas e igualitarias”. De ahí el ritornelo “del 1% más rico
que evade sus responsabilidades fiscales” con que fatigan todas las tribunas.
Eso incesantemente predican Bernie Sanders, senador por Vermont, y Alexandria
Ocasio-Cortez, congresista por NY, pese a que los “progresistas” suelen
defender las medidas de las sociedades que menos progresan. (A esta joven le
llaman popularmente AOC para evitar el enredo en inglés de un nombre tan largo
y tan “extranjero”).
Las diferencias entre los demócratas estadounidenses y
la socialdemocracia europea está en los orígenes ideológicos. El Partido
Demócrata de USA tiene poco que ver con la cháchara marxista. (De hecho,
antecede al marxismo varias décadas, dado que fue creado por el general Andrew
Jackson en 1828). Los alemanes y los españoles, en cambio, tuvieron que
desprenderse del pesado fardo de Karl Marx. Los alemanes del SPD (Partido
Socialdemócrata Alemán) en el Congreso de Bad Godesberg en 1959, mientras los
españoles lo hicieron 20 años más tarde, en un Congreso extraordinario del
Partido Socialista Obrero Español (PSOE), convocado por Felipe González en 1979
en Madrid.
John Maynard Keynes (el más famoso economista de la
primera mitad siglo XX) tampoco creía en las supersticiones puestas a circular
por los autores del Manifiesto Comunista. JMK fue, incluso, asesor del gobierno
de los rusos blancos, nombrado por los británicos que intentaban impedir el
triunfo de los bolcheviques tras el regreso de Lenin a Rusia y la creación de
la URSS. Los leninistas le llamaban displicentemente el “mayor enemigo del
pueblo” dado su enorme tamaño. Medía 6 pies y 7 pulgadas.
Es natural que los hispanos respalden mayoritariamente
a Joe Biden. Casi todas las minorías étnicas lo hacen. También quienes tienen
inclinaciones sexuales poco ortodoxas. La tolerancia y la aceptación de las
personas diferentes a la media hoy militan en el Partido Demócrata. No siempre
fue así.
Lo que quiero decir es que, tanto los republicanos
como los demócratas, carecen de raíces ideológicas y pueden cambiar
diametralmente de posición. El Partido Demócrata, que fue durante muchos años
un vivero del KKK, encontró primero en John F. Kennedy, y luego (y sobre todo)
en Lyndon B. Johnson, el más sólido apoyo al
reformismo negro de Martin Luther King. Mientras el Partido Republicano,
fundado por Abraham Lincoln (tenía sus antecedentes en el partido de los
whigs antidemócratas), un partido que le
había dado la libertad a los negros durante la sangrienta Guerra Civil
(1861-1865), ha terminado (por ahora) en manos de Donald Trump y cautivo de los
evangélicos blancos fundamentalistas, quizás como consecuencia de la fuerte
influencia de Steve Bannon sobre el presidente Trump.
Como exiliado cubano me preocupaba que Joe Biden fuera
a incurrir en la simplificación de aceptar sin más la política de Barack Obama
sobre la Isla, como temían algunos de mis amigos, pero no ocurrió así. Biden ha
continuado la correcta estrategia de Trump de apretarle las clavijas a la
dictadura.
¿Por qué esto ha sucedido? Por tres razones
fundamentales:
Primero, porque él y su canciller Blinken han visto
como un insulto, que lejos de aceptar con algún gesto de reciprocidad la
llegada del engagement en lugar del
contaiment, el régimen aprovechó para declarar su “victoria” y solicitar 126
mil millones de dólares como recompensa por los daños del “embargo”, mientras
insultaba a Obama por haber pronunciado en La Habana un discurso
aperturista.
Segundo, porque los servicios de inteligencia de EE.UU
detectaron un aumento en el respaldo a las dictaduras de Maduro en Venezuela y
a Daniel Ortega en Nicaragua.
Tercero, porque se desató el “Síndrome de La Habana”
debido a la agresión acústica a los diplomáticos norteamericanos y canadienses.
Según estos servicios, que tienen contactos con altos funcionarios cubanos,
detrás de esa agresión están los rusos de Vladimir Putin.
Poco después del discurso de Obama en La Habana,
Alejandro Castro Espín, el hijo de Raúl que dirigió por parte cubana el
restablecimiento de las relaciones entre Cuba y USA, fue a Moscú el 25 y 26 de
mayo a rendir un informe. Poco después ocurrió la agresión acústica. Dada la
relación de Alejandro y de su padre, Raúl, con Moscú, no hay que ser un lince
para concluir que Cuba se prestó a ser un banco de pruebas de los rusos.
Sólo que Joe Biden no juega con la
Seguridad de Estados Unidos, y mucho menos con las vidas de los diplomáticos,
agentes de inteligencia y funcionarios. Por eso continúa la presión sobre Cuba,
Venezuela y Nicaragua. Es mucho lo que está en juego.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
Cuba-
Estados Unidos-España
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