Una de las etapas más difíciles de la historia
contemporánea de la Universidad Central de Venezuela fue, sin duda, la de la
así llamada “Renovación Universitaria” de 1969 que, en muchos aspectos, marcó
sensiblemente el futuro destino de la institución y, en no poca medida, el de
todo el país. Si algo debe tenerse muy en cuenta, a los efectos de una cabal
comprensión del rumbo y significado de la historia de la cultura venezolana del
presente, en sentido amplio, es la estrecha relación existente entre la UCV y
lo que quizá sea su mayor invención: precisamente, la República de Venezuela,
o, por lo menos, de lo que va quedando de ella.
La compleja estructura escolástica universitaria, que
hasta entonces había predominado, fue objeto de un severo cuestionamiento en
todos sus ámbitos, a la luz de las corrientes contraculturales y de los
movimientos sociales radicalizados que hicieran irrupción a partir de las
protestas estudiantiles de Mayo de 1968, con epicentro en París. Fue aquel un
“movimiento sísmico” que pronto se extendería por buena parte del planeta. Como
dice el viejo adagio, “París estornuda y el mundo se resfría”. En el caso de Venezuela,
la causa por la “renovación universitaria” se inició con la exigencia de la
plena autonomía universitaria y de un cambio radical en el modelo educativo y
organizacional de la institución vigente hasta entonces, lo que implicaba la
aprobación de una nueva Ley de universidades. Poco tiempo después, se hizo
evidente la relación entre algunas de las “cabezas visibles” de la dirigencia
profesoral y estudiantil renovadora con los ya diezmados movimientos
insurreccionales que aún se mantenían en “la línea” de la lucha armada contra
el régimen democrático, en busca de un “segundo aire” que les permitiera
recuperar el aliento perdido.
El alzamiento terminó con la llamada “Operación
Canguro”, el 31 de octubre de 1969, por órdenes del entonces presidente Rafael
Caldera. La UCV fue intervenida, militarizada y cerrada. Su rector, Jesús María
Bianco, fue destituido, junto con el resto de las autoridades universitarias.
Cuando fue reabierta, un año después, las nuevas autoridades “provisionales”,
designadas por decreto presidencial, fueron René De Sola, Eduardo Vásquez y
Federico Riu. En la Facultad de Humanidades y Educación el nuevo Decano
designado fue Felix Adam y el director de la Escuela de Filosofía Giulio F.
Pagallo, heredero de la tradición filosófica croceana y del aristotelismo de
Padua, al que los estudiantes de entonces –sotto voce- llamaban “Aristóteles
vestido por Gucci”. No obstante, las heridas que había dejado la confrontación
interna no se habían cerrado, y durarían mucho tiempo en cerrarse, si es que se
han cerrado del todo. Mucho de la “renovación” quedó grabado en el espíritu de
los ucevistas de la “generación boba” y no poco dejó entre los “manitas
blancas”. Y es que muchas de aquellas formas irreverentes de los años sesenta y
setenta se corrompieron a partir de los ochenta, de la mano del populismo, el
clientelismo y el “igualismo” -ese modo insultante de la “unidad por abajo”. En
buena medida, puede decirse que la “renovación” sirvió de inspiración para los
partidarios del “1x1x1”, o sea, para la representación de la universidad que
siente desprecio por el mérito y el conocimiento, lo cual es, desde el punto de
vista estrictamente lógico, una contradicción en los términos, dado que una
universidad sin esfuerzos -sin méritos- y que desestime el conocimiento deja de
ser, ipso facto, una universidad.
Por lo demás, toda relación humana requiere de una
mínima consideración y respeto hacia los otros, no por ellos sino por uno
mismo. Se pueden tener diferencias, sin duda. Y en una sociedad abierta las
diferencias son de factura imprescindible. Pero las diferencias no implican
irrespeto. No se trata de asumir fórmulas de cortesía artificiosas o
protocolares. Tampoco de hacer reminiscencia de manuales de urbanidad, en
muchos aspectos, ya anacrónicos. La diferenciación misma implica respeto y
consideración, es decir, se traduce en el nutriente del reconocimiento del
otro. Lo cual termina, además, enriqueciendo el entero corpus espiritual del
ser social. Haber sustituido el “usted” por el “tú”, el “ciudadano” o,
simplemente, el “señor” o “señora” por
el “chikko” o “chikka” el “papito” o el “mamita”, el “amiguito” o la
“amiguita”, dice mucho de la pobreza espiritual de una sociedad.
Culminada la “renovación” universitaria y la
intervención militar, la UCV fue recuperando progresivamente su ritmo de vida
académica. Una tarde, ya cerca de la hora de clases -5.30 pm-, Giulio F.
Pagallo, Federico Riu y Eduardo Quintana conversaban en el pasillo de la
Escuela de Filosofía, en medio del bullicio estudiantil que siempre se forma
momentos antes de iniciar la hora de incorporarse a las aulas. De repente, un
estudiante, de esos que habían formado parte y arte del movimiento de
“renovación”, se dirigió a Pagallo y le gritó: “¡Mira, Julio, ¿en qué cartelera
pusiste las notas del parcial de Hegel?!”. Pagallo siguió conversando con su
amigo de siempre y con su joven discípulo como si no hubiese escuchado el más
mínimo rumor. El estudiante, sensiblemente molesto, volvió a gritarle, esta
vez, en un tono de reto: “¡Julio, es contigo!”. Y el Maestro siguió conversando
sin inmutarse. Al tercer grito, Pagallo se volteó, se le quedó mirando
fijamente y le dijo en estricto tono spinoziano: “Bachiller: o usted mi dici
profesor Pagallo o non mi dici”. Le dio la espalda y prosiguió la amena
conversación de pasillo con sus dos amigos. El “renovador” se tomó un momento
para respirar sobre su propia ira y, quizá, para pensarlo mejor. Al final, se
dirigió al maestro: “Profesor Pagallo, ¿me puede indicar en qué cartelera fijó
las notas del parcial de Hegel..? Entonces, Pagallo se volteó y, mientras
levantaba la mano donde cargaba su pipa, para señalar la cartelera sobre la
cual había fijado las notas, le dijo: “Bachiller, las notas están fijadas en
aquella cartelera, que está en frente de usted”. No hubo más palabras, ni un
agradecimiento, ni un gesto deferente. El pasillo de la Escuela se había
quedado, por un instante, en silencio y tensa expectación. Pero las puertas de
las aulas comenzaron a abrirse y cerrarse una y otra vez. El calor de la tarde
comenzaba a ceder su paso al fresco sereno del ocaso caraqueño. El buho de
Minerva estaba a punto de comenzar a elevar su majestuoso vuelo. Todavía en el
hoy solitario pasillo de la Escuela de Filosofía de la UCV, siempre que se
ponga la debida atención, se puede escuchar el eco del mi dici o non mi dici
del más lúcido exponente del historicismo filosófico en Venezuela.
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