En su insistente prédica pedagógica y fundacional, el gran san Agustín describía gráficamente las dos ciudades o sociedades que pueden existir. Siguiendo la tradición neoplatónica escribe La ciudad de Dios donde plasmó la más sucinta explicación de la fuerza transformadora, constructiva o destructiva, del amor: «Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio del otro, la terrenal; y el amor del otro hasta el desprecio de sí propio, la celestial… En aquella, sus sabios se desvanecieron en sus pensamientos y su necio corazón se oscureció… En esta, en cambio, no hay sabiduría humana, sino piedad».
Como tesis aplicable a cualquier grupo social, gobierno o institución, el maestro de Hipona expuso un principio básico para el sistema democrático que, si bien admite que «toda acción» pueda y deba tolerarse, no escapa de la dinámica intrínseca planteada en el sencillo dilema antropológico-cristiano amor propio (egoísmo) y amor al otro (piedad/caridad). Una larga lista de pensadores y conceptos, desde Alexis de Tocqueville hasta nuestros días, desde las utopías renacentistas hasta las doctrinas del bien común, señalan que todo sistema político persiste sobre la base de un determinado ethos social o comportamiento común.
La exigencia ética que constituye prácticamente una constante del pensamiento político y sociológico modernos, de alguna manera coincide en el diagnóstico de que el egoísmo personal se agudiza mediante las relaciones sociales –cómo no traer la imagen del lobo de Hobbes–, pues no se actúa teniendo presente el bien o amor al otro, sino bajo el impulso del propio provecho.
Cayendo en nuestra triste dinámica nacional, el hastío, la desilusión, la desesperanza, el miedo, la soledad, la depresión no son sino señales de ese desprecio por el otro que embarga nuestro envenenado ethos social. Pero también vemos a una nación que se resiste al aniquilamiento del egoísmo empoderado, levantando sus defensas sociales, buenas y naturales, de solidaridad y sacrificio común. Aferrados a su realidad más dura, buscan a diario maneras comunes de sobrevivir, prosperar, innovar, emprender, ingeniar métodos de intercambio comercial, procurar servicios básicos, medios de transporte, seguridad; en fin, satisfacer necesidades mutuas prescindiendo de quienes, en lugar de facilitar condiciones de vida, se las hacen cada día más cuesta arriba.
Los mecanismos democráticos son funcionales solo si se convierten en instrumentos para el bien común, de lo contrario se desvanecen en su misma expresión hueca, revestida de clásicos argumentos. Pues es en la acción donde se evidencia el amor que mueve la actividad pública; amor que como viento impetuoso todo lo mueve para bien o para mal; que, así como puede apagar un gran fuego, también hace sonar las campanas de la guerra, recordando la famosa letra de Gigliola Cinquetti en Gira l’amore.
Voto, negociación, acuerdo de salvación, alianzas, unidad. Todos ellos pueden terminar en meros anacronismos, como decía recientemente el analista Carlos Raúl Hernández, si se vota o se negocia como lo venimos haciendo desde el 2015, por mencionar los vientos que originaron estos huracanes que amenazan con arrasar todo a su paso. De ahí la insistencia en la renovación de los propósitos de lucha democrática bajo una desprendida intención de bien común, de unidad nacional.
En este sentido, bastaría la incorporación de dos rectores-negociadores en el CNE para canalizar las energías políticas de los liderazgos nacientes, de abajo hacia arriba, de adentro hacia afuera, como lo exige la lógica del desprendimiento democrático que, más que buscar los propios beneficios, busca la forma de no abandonar el terreno donde se puede conseguir más a favor de los demás, aun a costa de los bienes particulares o individuales. Por más lejos y escépticos que nos encontremos frente a la posibilidad de alcanzar esa ciudadanía y liderazgo virtuosos, no dejaremos de anhelarla.
Mercedes Malavé
mmmalave@gmail.com
@mercedesmalave
Directiva de Unión y Progreso
Venezuela
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