Nicolás Maduro anunció con cierto júbilo que en el
país se encuentra una delegación de Noruega que vino a facilitar el diálogo
entre la oposición y el gobierno. Al declarar sobre el tema, insistió en las
tres proposiciones que ha mencionado en repetidas oportunidades: dialogará si
los actores aceptan su legitimidad, reconocen la Asamblea Nacional electa en
diciembre pasado y le devuelven a la nación, es decir a él, los activos del
Banco Central y Pdvsa, congelados en el exterior
Ni siquiera asomó estar dispuesto a debatir sobre
asuntos que pongan en riesgo su permanencia en Miraflores. El tema de las
elecciones presidenciales transparentes, supervisadas por la comunidad
internacional, no aparece en el horizonte. Su relación con el diálogo es
ambivalente. Necesita mostrarse flexible frente a Estados Unidos, la Unión
Europea y naciones como Canadá, para intentar que se desmonten aunque sea en
parte las sanciones que pesan sobre el gobierno, pero no está dispuesto a ceder
ni un ápice de su poder. Desea que el tiempo transcurra, llegar a 2024,
terminar su mandato, reelegirse en unas elecciones en las cuales no tenga
ningún rival de peso, y continuar gobernando hasta que el cuerpo aguante; o
emerja dentro de su propio partido un contrincante capaz de derrotarlo en una
contienda interna. Esas son sus aspiraciones. Nada diferentes a las de
cualquier autócrata. Sus modelos son Vladimir Putin, Alexander Lukashenko,
Bashar al-Ásad y Daniel Ortega, quienes cumplen con el ritual de convocar
elecciones cuyos resultados se conocen de antemano.
Este panorama, pintado a trazos muy gruesos, nos lo
describen y recuerdan a quienes saludamos el acercamiento entre el gobierno y la oposición y la intervención de Noruega, algunos
analistas y políticos demócratas, que se consideran los únicos que ven lo
obvio: la compra de tiempo por parte de Maduro. Los partidarios del diálogo
quedamos como unos ilusos incapaces de ver la aviesa trampa que les tiende
Maduro a los ingenuos líderes opositores. Hablo de candidez, en el mejor de los
casos, pues para otros observadores y políticos se trata de colaboracionistas o
mercaderes cuyo único fin es ponerse en unos reales.
Estos personajes no ofrecen ninguna alternativa
viable. Si no es el diálogo, entonces qué es. ¿La confrontación callejera con
el régimen? ¿La lucha clandestina con células como las que tenían los argelinos
cuando la ocupación francesa, o los adecos y comunistas en la dictadura de
Pérez Jiménez? ¿Un nuevo paro petrolero? ¿Una huelga general indefinida? ¿Una
invasión como la de Bahía de Cochinos o formar una ‘contra’ como la que hubo en
Nicaragua? ¿O sumergirse en los barrios populares durante años, o décadas, para
organizar al pueblo?
Frente a estos aspectos concretos de la lucha
política, las respuestas siempre son como para escribirlas en mármol: ‘el único
diálogo posible será cuando Maduro salga del poder’; ‘el único acuerdo
aceptable es que el usurpador abandone Miraflores’. Frases inflamadas de un
voluntarismo inútil, que no da ninguna pista acerca de qué hacer en medio de la
debilidad extrema en la cual se encuentra la oposición: dividida, con algunos
de sus principales líderes en el exterior, con organizaciones inhabilitadas y
sin una base social que le sierva de argamasa para sostenerse.
En medio de este cuadro tan desolador, conocido al
dedillo por el gobierno y aprovechado al máximo por Maduro, hay que preguntarse
¿qué puede hacer la oposición para obtener el mayor beneficio en una coyuntura
en la cual el gobierno desea que se
levanten aunque sea parcialmente las sanciones
internacionales? ¿En el actual estado de debilidad, qué es lo máximo que puede
obtenerse? A Maduro le interesa reunirse con la oposición porque piensa en cómo
montar una coartada que le sirva para aliviar el peso de las sanciones. A la
oposición le conviene sentarse con Maduro porque, a pesar de su estado
famélico, la comunidad internacional sigue reconociéndola como interlocutor
válido y alternativa de poder frente a la camarilla que hundió al país en la
miseria.
Se trata de una boda convenida para resolver las
debilidades de dos grupos que se repelen mutuamente, pero que se necesitan. El
oficiante, la comunidad internacional, conoce la animadversión que siente el
uno por el otro. Por ello, tratará que el contrato surgido de esa unión sea
algo muy parecido al pacto que puedan firmar Hamás y los judíos. El primero
incluyó en sus principios la destrucción del Estado de Israel. El gobierno
israelita, por su parte, es condenado por la opinión pública mundial cada vez
que uno de sus misiles cae sobre la Franja de Gaza. La manifiesta superioridad
de Israel no genera admiración, sino rechazo. Los medios de comunicación
internacionales simpatizan son la causa palestina.
El tema no pienso discutirlo aquí. Lo importante es
que si palestinos y judíos son capaces de sentarse a negociar, también la
oposición venezolana debe ser capaz de dialogar con el régimen para buscar
alguna salida al drama nacional.
Trino Márquez
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
Venezuela
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